México lindo y leído
La literatura mexicana contemporánea destaca por su riqueza y diversidad, no solo desde un punto de vista geográfico, sino por la multiplicidad de las diferentes voces
Pese a la buena voluntad o disposición que un lector o un crítico literario españoles puedan tener en su empeño de estar al tanto de las obras literarias que se publican en un país tan extenso y variado como México, el primer ejercicio que se impone, la primera constancia, es una cierta modestia y un reconocimiento de límites e insuficiencias propios. Por un lado, no alcanza el tiempo ni las fuerzas para seguir el ritmo de las novedades, por otro: debemos, casi siempre, conformarnos con “lo que nos llega”, incluso en medio de este mundo veloz, hiperconectado y globalizado, en el que todo se ha vuelto objeto de encargo o mero click de internauta sobre un catálogo. En todo caso, “lo que nos llega” es una notable muestra, un indicio también de cuánta vida real y verbal bulle en un país que siempre nos ha resultado tan fascinante como querido.Lo cierto es que la patria de Azuela, Rulfo, Paz, Fuentes, Ibargüengoitia, Pacheco, o Del Paso, no ha dejado de sorprendernos desde el ángulo, o, mejor, desde los ángulos literarios, ni en el pasado siglo, ni en lo que va transcurrido de siglo XXI. Ángulos, en plural, pues si en algo destaca la literatura mexicana contemporánea es por su enorme riqueza y diversidad, no solo desde un punto de vista geográfico, sino por la multiplicidad y registro de las diferentes voces, algo que trasciende la mera y tópica clasificación en “escuelas”, etiquetas como: narrativa del D.F. frente a narrativa norteña, narco-literatura, generación del crack, etc. Hay, pues, allá, muchos modos de contar, pero, puestos a sintetizar, también dos factores o denominadores comunes que percibe el lector español a poco que se acerque a las novelas y relatos que, sin descanso, van apareciendo: (1) los escritores mexicanos escriben con los pies en la tierra, sin perder de vista la dura y violenta realidad en la que viven y (2): la mayor parte de los textos son, para nosotros, un derroche de gracia verbal y de invención lingüística.
Leer a Yuri Herrera, a Daniel Sada (tristemente fallecido en 2011) o a Élmer Mendoza, es sumergirse y dejarse llevar por tramas vibrantes, tanto por la acción como por la fuerza, viveza y cadencia de la palabra. En el caso de Yuri Herrera, en textos como La transmigración de los cuerpos o Trabajos del reino, las disparatadas peripecias de sus personajes llevan el perfecto compás de una prosa veloz, de una musicalidad apabullante, donde la palabra parece romperse para ser de nuevo construida y reintegrada en otra esfera, sólo habitada por los verdaderos creadores de lenguaje, los que saben escuchar el devenir del mundo y una forma de hablar abierta e integradora de préstamos. El uso fértil de los coloquialismos es algo en lo que coincide Herrera con esa capacidad para el humor en lo terrible tan propia de Sada (los relatos de Ese modo que colma son una buena muestra) y con la conciencia cómica, cotidiana de lo poco y lo vulnerables que somos, en la serie de novelas negras de Élmer Mendoza que tienen por protagonista a ese gran personaje, el inspector “Zurdo Mendieta”. Qué grandes artefactos literario-verbales son sus novelas Balas de plata o La prueba del ácido. Pero en ese habla del pueblo que se entronca en la tierra, y en la raíz del modo de ser mexicano, no puede quedar fuera la esencialidad y dureza de un narrador tan puro e intenso como Guillermo Arriaga: pienso ahora, por ejemplo, en Un dulce olor a muerte, historia tremenda, mucho más enraizada en la vida que en andaderas o artificios literarios, en la que se trata de esclarecer el asesinato de una joven en una apartada población rural y donde los rumores, la venganza, la sed de sangre, parecen avanzar a lomos de mexicanismos certeros y descripciones asombrosas del paisaje y de la mentalidad pétrea de una gente secularmente superada y “fregada” por la vida.
Los escritores mexicanos escriben con los pies en la tierra, sin perder de vista la dura y violenta realidad en la que viven. La mayor parte de los textos son, para nosotros, un derroche de gracia verbal y de invención lingüísticaSalvo en narraciones más estilizadas, digamos “a la europea”, donde parecen limarse las aristas del lenguaje como quien atenúa o disimula el origen, la mayor parte de los escritores mexicanos que publican con regularidad dejan que la palabra reluzca y juegue, desde Juan Villoro a Jorge Volpi, Gonzalo Celorio, Héctor Aguilar Camín, David Toscana, Ignacio Padilla, Antonio Ortuño, Xavier Velasco, Álvaro Enrigue, Jordi Soler, Mónica Lavín… A todos ellos parece unirles el poderoso impulso de un contar torrencial, chispeante, obstinado en negar la muerte de la novela o el fin de la literatura, empeñados, como en el caso extremo de Yuri Herrera, en negar con cada página el supuesto “cansancio de las formas”. Por más que hablen de asuntos tan dispares como la revolución, la corrupción política, las sagas familiares, el mundo de la empresa y los ejecutivos, la crisis financiera, o la España del siglo XVI… hay una unidad en un contar fuerte e inspirado, más allá de la heterogeneidad de cada uno o de sus diferencias estilísticas y temáticas.Pero cómo hablar con criterio de una literatura general mexicana si ya costaría esclarecer, o clasificar, las propias narraciones que han surgido en el inmenso y multiforme México D.F. Néstor García Canclini recuerda en su ensayo Las cuatro ciudades de México cómo Juan Villoro ha comparado la ciudad con un laberinto borgeano, y cita estas palabras del propio Villoro: “…crece para confundir a los hombres. De algo podemos estar seguros: nadie conoce la ciudad entera […] en 1958, Carlos Fuentes pudo intentar una novela mural que abarcara la ciudad en todos sus estratos: La región más transparente. Ahora se necesitarían los talentos combinados de cincuenta novelistas para recrear las numerosas ciudades que llamamos México”. García Canclini hace referencia al fenómeno de “recorte” de la ciudad en espacios, barrios o colonias: micromundos urbanos dentro de la capital, en los que los diferentes novelistas o cuentistas encuentran un apoyo firme para desgranar sus historias.
Tres autores de nuestro tiempo (Juan Villoro, Guadalupe Nettel y Cristina Rivera Garza) han hecho posible una antología reciente de relato mexicano contemporáneo: Palabras mayores (Malpaso, 2015). Veinte relatistas, nacidos entre 1975 y 1987, como Juan Pablo Anaya, Gerardo Arana, Nicolás Cabral, Verónica Gerber, Luis Felipe Lomelí, Brenda Lozano, Valeria Luiselli, Emiliano Monge, Antonio Ortuño, Pergentino José Ruiz, Eduardo Ruiz Sosa, Daniel Saldaña y Nadia Villafuerte, entre otros. Sus intereses temáticos van desde la ciencia-ficción a las torturas de las dictaduras militares, las rupturas de pareja, los trastornos psicológicos, el microcosmos de una piscina o de una farmacia o de un zoo, la ingenuidad infantil, el peso de la Historia de México, la influencia de las lecturas, el erotismo y el deseo, las desapariciones de estudiantes en Ayotzinapa… Pero, bajo esa disparidad, alienta, en la mayoría de estos escritores, una conciencia personal y nacional, una preocupación por el pasado, presente y futuro de un México que asfixia secularmente a sus jóvenes hijos. Tal como explica Cristina Rivera Garza en el excelente y breve prólogo de la antología: “en estas distintas formas de narrar se debaten también las distintas formas de estar en el mundo y de configurar esa realidad-ficción dominada ahora mismo por un Estado en llamas y una sociedad civil en activo”.