Mosaico de memorias
La fotografía y la literatura, como dos miradas abiertas a la realidad, no solo cosechan imágenes, sino que también son capaces de descubrirlas y crearlas
Cuando se hizo público el invento del daguerrotipo aún humeaba la pistola con la que Larra puso fin a su breve existencia. En aquellos días de 1839 todo parecía preparado para la llegada de la fotografía, un nuevo lenguaje que, aunque ejerció una honda influencia en la pintura y la escultura, todavía hoy no sabemos con certeza si dejó su huella en la literatura. En un texto ya célebre, pronunciado en la Sorbona con motivo del centenario de la fotografía, Walter Benjamin sostenía lo contrario. Pero lo que sí es seguro es que el daguerrotipo despertó enseguida el interés de los literatos, especialmente en Francia. Baudelaire, que tan obstinadamente censuró la falta de humildad de los fotógrafos, fue uno de los primeros en advertir la capacidad de la fotografía para preservar del olvido “las imágenes, las ruinas que el tiempo devora, las cosas maravillosas condenadas a desaparecer, los objetos valiosos que buscan un lugar en los archivos de nuestra memoria”. Como se ve, lo que irritaba a Baudelaire, tan injustamente notado de antifotográfico, no era la fotografía, sino los caminos espurios que abría a los “demasiado poco capacitados y demasiado gandules”, que usaban las cámaras como un atajo para acceder a la ansiada condición de artistas.Baudelaire, que tan obstinadamente censuró la falta de humildad de los fotógrafos, fue uno de los primeros en advertir la capacidad de la fotografía para preservar del olvido “las imágenes, las ruinas que el tiempo devora”.Pasados los primeros momentos de zozobra, los escritores de la época mostraron una respetuosa atención por el nuevo invento. Balzac atribuía a la fotografía poderes extraordinarios relacionados con la brujería, muy en la línea de las corrientes espiritistas que veían en los retratos fotográficos virtudes ocultas relacionadas con el alma. Pero si el escritor llegó a albergar alguna desconfianza hacia el daguerrotipo, pronto se disiparon sus temores, conforme crecía su cercanía con los fotógrafos. En 1842, en los días en que iniciaba la edición de La comedia humana, no dudó en acudir al estudio de los hermanos Bisson para hacerse el retrato al daguerrotipo. “Acabo de retratarme —escribió— y vengo absolutamente fascinado por la perfección con la que los fotógrafos trabajan con la luz […]. Si alguien le hubiese dicho a Napoleón que las personas o los edificios podrían quedar permanentemente representados en una imagen, lo habría enviado al manicomio de Charenton. Y sin embargo, ¡es precisamente esto lo que Daguerre ha demostrado con su descubrimiento!”
Más obsesiva fue la relación con la fotografía de Gérard de Nerval, al que le fascinaban las maniobras de los daguerrotipistas, el brillo inmaculado de las placas de plata que reflejaban su rostro torturado. Él es el autor de una de las primeras referencias al daguerrotipo, en una melancólica estampa de las noches parisinas. “El daguerrotipo —escribió en 1845— es un instrumento absolutamente capaz de mostrarnos el milagro de la vida. Eugène Gervais, el daguerrotipista para el que posé, realiza su trabajo con tanta veracidad que parece que lo que realmente refleja es nuestra imagen póstuma”. Para Nerval, que nunca ocultó su pavor ante la fotografía, el retrato fotográfico, de tan real, resultaba ajeno y aterrador. Y lo mismo sentía el gran calitipista David Octavius Hill, para quien los primeros retratos fotográficos constituían una experiencia verdaderamente turbadora. El poeta alemán Max Dauthendey confesaba que no se atrevía a contemplar los rostros fijados en las emulsiones de plata de los daguerrotipos, de tan reales: “Nos asustaba la nitidez de esos personajes y creíamos que sus minúsculas figuras registradas en las emulsiones de plata podían vernos, tanto nos sobrecogía la insólita fidelidad de los primeros daguerrotipos”.
De carácter diferente es el interés que mostró Gustave Flaubert por el daguerrotipo, “el más notable invento del siglo”. Cuando el doctor Charles Bovary trató de complacer a su mujer, Madame Bovary, lo primero que le vino a la cabeza fue llevarla a la capital de provincia para que le hicieran un buen retrato. “Era una sorpresa sentimental —escribió—, que el doctor reservaba a su mujer, un detalle de finura, su propio retrato fotográfico con su elegante traje negro”. Su interés por la fotografía le llevó en 1851 a emprender un largo tour por el cercano Oriente con el célebre fotógrafo Maxime Du Camps, al que le unía una profunda amistad. En la frontera entre los siglos XIX y XX, las relaciones entre fotógrafos y escritores se estrecharon. Eça de Queirós adquirió una cámara fotográfica, con la que tomó cientos de imágenes de los paisajes y las personas de su predilección, que él mismo revelaba en su pequeño estudio de Neully-sur-Seine. Y lo mismo hizo el dramaturgo Auguste Strindberg, cuya relación con la fotografía llegó a ser tan obsesiva como la que mantuvo con la pintura. La misma que mantuvo Émile Zola, que fue uno de los más tenaces fotógrafos aficionados de su tiempo.
Especialmente intensa fue la relación de Marcel Proust con la fotografía. Al escritor le deslumbraba su poder evocador, más que su cualidad de documento irrefutable del pasado. Las fotografías, lo mismo que los libros, tenían para él su propia vida interior, no eran percibidas del mismo modo por todos los que las contemplaban, ni por una misma persona en momentos diferentes de su vida. Las fotografías, y en particular los retratos, eran para él piezas preciosas que podían pasar de mano en mano, contemplarse, intercambiarse, y también destruirse. Los retratos fotográficos que menudean en las páginas de À la recherche du temps perdu tienen una importancia extraordinaria en la narración y Proust nos los muestra como objetos que, más que desvelarnos una realidad pretérita, tienen vida propia, como protagonistas de un ritual único que nos habla de las circunstancias en que fueron hechos y de las que viven los personajes que los contemplan. Nunca como en Proust, literatura y fotografía mantuvieron una proximidad mayor.
Salvo Bécquer y Galdós, los escritores españoles del XIX muestran desapego o desconfianza por la fotografía. Entre los autores del 98 y del 14, el desinterés fue casi general. Gómez de la Serna y luego Pla sí le dedicaron páginas valiosasEn España, el reflejo de la fotografía en la literatura fue más tardío y menos profundo. Mientras que en otros países, especialmente en Francia y Estados Unidos, se han conservado miles de daguerrotipos escénicos, resulta desalentadora su ausencia en los archivos públicos y privados españoles. Algo que lamentaba en su día Gustavo Adolfo Bécquer, que no podía entender este general desapego oficial por la fotografía. Aparte de estas alusiones de Bécquer, poco más puede hallarse entre los textos de los escritores españoles del diecinueve; como mucho, alguna rara mención, y como al vuelo, por parte de Pérez Galdós (El audaz, 1871; Recuerdos de Madrid, 1866; Misericordia, 1897), Emilia Pardo Bazán (Un viaje de novios, 1881), José María de Pereda (Pedro Sánchez, 1883), el padre Coloma (Pequeñeces, 1890), Pedro Antonio de Alarcón (Poemas a Daguerre, 1870), un artículo de prensa de Pi y Margall (1859), y algún texto suelto de escritores costumbristas, como Antonio Flores y Mesonero Romanos. Don Benito Pérez Galdós constituye una ilustre excepción. En 1851 terció en la polémica entre los fotógrafos y algunos puristas, que percibían la fotografía como una amenaza para la pintura. “Se asegura que la fotografía está a punto de matar a la pintura —escribió—. No lo creemos. Matará al retrato al óleo, pero el arte permanecerá vivo en sus formas esenciales. Permanecerá mientras en el alma exista un sentimiento”.Entre los escritores del 98 y del 14, el desinterés por la fotografía fue casi general. Unamuno, que en el ámbito de lo teórico se atrevió con todo, no dudó en dar su opinión sobre la “trivialidad de la imagen fotográfica”, y sobre la remota posibilidad de que el lenguaje fotográfico pudiese alguna vez instalarse en las ciudadelas del arte. Para él, unas veces era la fotografía “un arte admirable”, y un minuto después hablaba de la “vulgar fotografía”, que “solo sirve para los parientes del retratado”. Azorín, más que por la fotografía, mostró una apreciable atención por los fotógrafos, por sus viejos y melancólicos estudios. Pío Baroja, que no fue persona que se llevase bien con su imagen, no ocultó nunca su desprecio por la fotografía, un lenguaje que, como el cine, nunca le interesó. “De un aparato mecánico —escribió—, no podrá salir nunca la impresión de una cosa viva”. Gómez de la Serna fue todo lo contrario, aunque hablando de fotografía —y habló mucho—, pocas veces pasó de la finta dialéctica, del relámpago verbal. Quizás sus palabras más hermosas fueron las que dedicó a los retratos abandonados en el Rastro y las librerías de lance: “Estas fotografías tienen más enconada sordidez que otras —escribió—. Son más desconocidas, de muertos completamente perdidos de toda memoria humana. Un sentimiento inconsolable nos clava a estas imágenes, ya que es tremendo su desamparo”.
Tuvimos que esperar hasta el ecuador del siglo XX para encontrar estas consideraciones de Josep Pla, sobre el carácter supuestamente artístico de la fotografía. “Arte y oficio son inseparables. Es un error completo creer que el oficio es una actividad puramente pasiva o maquinal, sin intervención alguna de la inteligencia y de la sensibilidad. A mí me parece todo lo contrario”. La fotografía, pensaba Pla, debe suscitar inmediatamente en la gente una propensión a la “afinidad colectiva, a la emoción, a la sorpresa”. Se refería, naturalmente, a la gente del procomún, a las personas sencillas y alejadas de toda pretensión. “Fotografías —insistía—, que nada tienen que ver con lo que se llama hoy fotografía artística, género infecto en este oficio, fotografías inventadas, generalmente trucadas, realizadas a base del golpe pretendidamente genial”.
Desde este oasis de sabiduría y sentido común, todo ha sido un páramo hasta el momento actual, en que ya podemos encontrar textos como este de Antonio Muñoz Molina, que, si bien se mira, tienen su anclaje en los juicios de Pla, Balzac y el mismo Baudelaire: “La fotografía ha tenido siempre una doble condición de oficio artesanal y de sugerencia de brujería, y aún hoy existen expertos que la desdeñan a no ser que se instale lo más al margen posible de la realidad, que se limpie de toda sospecha de documentalismo, del simple temblor de experiencia humana”. Hoy ya sabemos que, contrariamente a los delirios de los sucesivos oficialismos, solo cuando la fotografía asumió las cualidades propias de su lenguaje consiguió resultados apreciables para la historia del arte contemporáneo y para su propia historia. Por fortuna, como nos recuerda Muñoz Molina, la fotografía aún pertenece al mundo. Lo mismo que la literatura. Ambas, fotografía y literatura, no solo cosechan imágenes, sino que también son capaces de descubrirlas, de sugerirlas y crearlas. El pasado del hombre, nuestro pasado, es hoy un mosaico de memorias vividas o presentidas, gracias al trabajo de los escritores y los fotógrafos, que así defienden el tiempo del desconsuelo del olvido.