Pequeñas cosas sin importancia
El autor de los recién aparecidos ‘Recuerdos sin retorno’, dedicados a la memoria de su padre, evoca el proceso de escritura de sus “pensamientos sin respuesta para Manuel”
Este otoño he publicado un libro sobre recuerdos compartidos con Manolo. Un ensayo, si se puede catalogar así, que viaja por la vida y milagros, los justos, de una magnífica relación paterno filial rota por culpa de un infarto. La idea del libro nació hace años, pero los escritos que iban surgiendo despacio no lograban zafarse de una visceralidad poco recomendable y ante mi incapacidad de separar el grano de la paja, decidí guardarlos en un archivo de mi ordenador convencido de que en unos años lograría darle a los textos la pátina que merecían.El problema con este tipo de escritos es cómo lograr distanciarse de los acontecimientos que se describen con el fin de evitar la cursilería y ciertos ajustes de cuentas demasiado sangrientos. Dos afectaciones que Manolo no hubiera podido soportar, como es lógico, y que yo hubiera sido incapaz de defender una vez la memoria se hubiera colocado en el lugar que se merece. Una máxima que debería tener en cuenta todo aquel que quiera viajar al pasado es que se evoca mejor desde la distancia y con una sonrisa en la boca.
Y fue un grandísimo editor, mi añorado, idolatrado y amado Manuel Fernández Cuesta, el que abrió de nuevo mi baúl de los recuerdos. Yo acababa de llegar de Madrid a la estación de Sants, y con el cuerpo desmembrado y la mente somnolienta tras un largo viaje en autobús me encontré con Manuel frente a la tienda de periódicos de la estación.
—Estoy preparando una colección de ensayos cortos y quiero que escribas uno —me dijo con esa mirada chispeante con la que solía acompañar sus proyectos.
Reconozco que yo no estaba con todos los sentidos a pleno rendimiento, y le propuse recuperar esos textos escritos a mediados de la década pasada sin estar convencido de que fueran a interesarle.
—Me parece una magnífica idea.
—¿Magnífica? —me pregunté.
La verdad es que me sorprendió su entusiasmo, y tras el encuentro, volví a casa con la firme decisión de no recuperar los textos perdidos en un archivo hasta que mis fuerzas físicas no estuvieran a la altura del entusiasmo de mi futuro editor. Otra vez me había metido en un laberinto de emociones, y ahora sí estaba obligado a encontrar una salida.
Días más tarde, cuando volví a releer los escritos, me di cuenta de lo acertada que había sido la decisión de guardarlos bajo mi custodia para poder recuperarlos en un futuro sin tantos aspavientos emocionales. La redacción era burda, visceral, caótica. Había empuñado las palabras como un asesino en serie empuñaría un cuchillo de matarife, y en las metáforas había mucho más de degüello que de reflexión. Una vez concluida la lectura de las cien páginas, la idea fue la de desmembrar los escritos y desorganizarlos en pensamientos. “Pensamientos sin respuesta para Manuel”, sugirió Fernández Cuesta.
Los recuerdos suelen tener un recorrido dispar, y suelen llegarnos a la mente de una manera desordenada e inesperada. Las coordenadas del libro debían ser esas. En cuanto al contenido, quedaba todo en un tiki taka entre mi yo, mi otro yo y mi padre, para definirlo en términos futbolísticos. El que haya asistido a sesiones de psicoterapia, sabe que los rondos de la memoria siempre son cosas de tres.
Reconozco que tardé más tiempo de lo debido en entregar el libro. El ejercicio de escritura me destrozó emocionalmente. Conducir por parajes que parecen perdidos en la memoria y apretar el freno cuando la velocidad es excesiva no resulta nada fácil. Pero el apoyo de Manuel y de Palmira, mi agente, fue fundamental para no tirar la toalla y abandonar a mi otro yo y a mi padre a las primeras de cambio con la intención de largarme a una isla perdida situada en algún océano por descubrir. Finalmente terminé el libro con el tiempo suficiente para que Fernández Cuesta lo leyera. Allí donde esté, le envío toda mi gratitud. Lo curioso de la historia es que estos “Pensamientos sin respuesta para Manuel”, que no hubieran sido posibles sin Manuel Fernández Cuesta, están dedicados a mi amigo heredado Manu Llorente. La galaxia manuelense tiene este poder.
Acabo de cumplir cuarenta y siete años y hace un decenio que perdí a mi padre. Diez años en los que nunca he dejado de hablar con Manolo. Un diálogo sencillo, que se asemeja mucho a un monólogo, como comprenderán los que no crean en espíritus ni en efectos paranormales. Palabras que nacen, generalmente, cuando las luces y los hombres se apagan, y la noche se abre para mostrar un inmenso firmamento de incógnitas. Son tantas las preguntas que dejé en el tintero, que ya no busco respuestas evasivas. Prefiero quedarme con la duda y recuperar la memoria de las experiencias compartidas.
Hace un decenio que perdí a mi padre. Diez años en los que nunca he dejado de hablar con Manolo. Un dialogo sencillo, que se asemeja mucho a un monólogo, como comprenderán los que no crean en espíritus ni en efectos paranormalesTreinta y siete años de vida en común dan para muchas historias, y los mejores recuerdos de Manolo son de nuestros viajes. No quiero decir con ello que de la vida doméstica no guarde alguna evocación merecedora de pasar a la lista de hits de la memoria, pero los viajes estaban exentos de moscas cojoneras. Si fuimos libres alguna vez fue cuando nos convertimos en ciudadanos transfronterizos.
De los paraísos perdidos me quedo con Grecia. Mi último viaje al país heleno lo hice sin Manuel, pero no hubiera vuelto sin una maleta llena de recuerdos que se remontan al primer viaje realizado en agosto de 1975. En los “Pensamientos sin respuesta para Manuel” escribo: “Grecia fue la libertad. ¿Te recuerdas, a ti, alejado de esa España rancia? ¿Te recuerdas, cruzando los campos de olivos por una carretera que desembocaba en un mar lapislázuli? ¿Te recuerdas, viviendo las noches con el aire empapado de vino de retsina? ¿Te recuerdas con tu risa al son de un sirtaki? ¿Te recuerdas recorriendo las carreteras griegas al grito de “arriba España” sin miedo a ser llevados frente a un tribunal militar? ¿Te recuerdas aterrizando en islas blancas en las que solo poner el pie quedaban postergadas las falsas identidades? ¿Te recuerdas seducido por el olor de los pulpos braseados tras haber sido secados al sol? Y del aroma del aceite puro, del frescor de un tomate, de la tersura de unas aceitunas tan negras como las que te trajo mi abuela Rosa en la España del pan negro y el racionamiento. ¿Te recuerdas siendo feliz?”. Yo sí me recuerdo siendo tu sombra y la de Anna cruzando el estrecho de Corinto en dirección a Nauplia, Olimpia y las tierras del duro rey Leónidas y su ejército de espartanos. Luego, asaltamos las Cícladas y en el disco duro de mi cerebro quedarían registradas para siempre pequeñas historias sin importancia con Delos y Mykonos como telón de fondo.
Fuimos felices en la patria de Theodorakis. De esos viajeros helenos son unos cuantos los que han abandonado el barco. Gloria Vilardell, la Vilavardel como la llamaba Manolo, imitando el acento de los amantes de la ópera que ella frecuentaba en Nueva York, también murió. Postales de Grecia. Días de vino y de rosas. Si alguna vez me pierdo, que me busquen en el corazón de Ulises. En la mesa de una playa de Patmos, jugaré a las cartas mientras bebo un vaso de ouzo en compañía de Manuel, que en gloria esté.
Si la felicidad dura lo que dura un instante, Grecia es una vida.
Daniel Vázquez Sallés publicó el pasado mes de octubre Recuerdos sin retorno. Para Manuel Vázquez Montalbán (Península).