Queridísimos quijotes
Los libreros, con su vocación resistente y algo heroica, iluminan, espantan ruidos mediáticos, contagian fiebres librescas y nos apuntan al batallón de los letraheridos
La historia de los libreros tiene algo de resistencia, de nave atravesando temporales, de viaje contra corriente, de lucha contra molinos de viento. La modernidad líquida ha sido como un Fahrenheit destructor. En estos tiempos ardieron en llamas muchos sueños. Y el mapa de librerías es una geografía de ausencias. Sin embargo, ahí siguen y nacen otras nuevas creando una red de afinidades con los que aún leen, esa inmensa minoría.El panorama no es muy halagüeño. Vivimos en un mundo de modernísimas tecnologías de la nada, de carcasas llenas de vacío. Los libreros de este tiempo materialista y casi ágrafo son nuestro refugio en un mundo hostil con la cultura. Quijotes que rescatan libros frágiles que perdieron la batalla en una época que vende la cultura como si fueran zapatos a la moda. Yo he llegado a pedir a mis libreros de cabecera peregrinas obras, libros extraños, ediciones olvidadas. Del almacén polvoriento de una institución oficial, de esas que editan y luego abandonan curiosos libros en el oscuro ángulo de sus desvanes, hallé con mi librero un ejemplar que apenas se había distribuido. Fue como la búsqueda de una especie en extinción, un animal desaparecido hace siglos cuyo cadáver yacía en aquellas cajas tan cercanas de los basurales. El librero no ganó nada con esa búsqueda detectivesca que yo le propuse, pero qué pasión al tirar del hilo de Ariadna y descubrir el tesoro olvidado.
En la familia de los libreros hay miembros de un linaje que adoro especialmente, el de los que se internan en el proceloso mundo de los libros de viejo. Con ellos he vivido auténticas aventuras, descubrimientos gozosos y también algunos fracasos. En cierta ocasión me llamó uno de los que sabe de mis querencias por los escritores raros. Había llegado una partida con volúmenes de Rafael Cansinos Assens, uno de los habitantes de mi particular devocionario. Mi librero me los mostró con una sonrisa extraña, como si escondiera una sorpresa. Aquellos libros olían a moho dulce y tabaco. ¿En qué biblioteca privada habían estado? Eran ejemplares de bolsillo, nada especial desde el punto de vista de la edición, pero a mí no suelen interesarme particularmente las primeras ediciones. Me importa el libro y ya está. Ojeaba El divino fracaso, repasaba los volúmenes de La novela de un literato, me asombraba ante un delicioso ejemplar —este sí, primera edición— de En la tierra florida y así hasta que llegué a El movimiento V. P. Mi librero sonreía ya descaradamente. “Busca, busca… ¿a ti no te gusta encontrar cosas dentro de los libros viejos?”. Pues sí, él sabe que me fascina hallar huellas de antiguos lectores: billetes de lotería olvidados, entradas de cine, cartas, la página que señala dónde se interrumpió la lectura. Efectivamente, este ejemplar de Cansinos escondía entre sus páginas un papel de periódico cuidadosamente doblado. Al abrirlo me sonó familiar. Era un artículo que yo había escrito en mi antiguo periódico —de cuyo nombre no quiero acordarme— sobre Rafael Cansinos Assens. ¿Quién lo habría guardado? ¿Por qué decidió rescatar mi texto de la muerte diaria de los periódicos? Naturalmente compré ese libro con mi artículo incluido. No creo que consiga jamás describir la sonrisa de satisfacción de mi librero.
En estos tiempos ardieron en llamas muchos sueños. Y el mapa de librerías es una geografía de ausencias. Sin embargo, ahí siguen y nacen otras nuevas creando una red de afinidades con los que aún leen, esa inmensa minoríaLos libreros resisten en sus librerías, reinventadas una y otra vez, pero además imaginan nuevos territorios. Las librerías se extienden con galerías a la calle hasta el milagro de las Ferias del Libro. En este tiempo de incertidumbres que pretende arrojar las librerías al espacio de lo clandestino y casi secreto, como si leer fuera ya algo extravagante, una rareza asocial, los libreros se convierten también en el alma de las Ferias del Libro.Mi experiencia de lectora en las ferias del libro me trae recuerdos de niña que busca las Leyendas de Bécquer y las Narraciones extraordinarias de Poe, Mujercitas de Alcott o El Príncipe Valiente de Harold Foster. Los libreros han sido en mi vida de lectora los que han despertado luminosas obsesiones y fiebres librescas. Los recuerdo mostrándome libros desconocidos de Cortázar, de Borges, una rareza del Max Aub del exilio, antiguas colecciones de teatro, y apuntándome pistas sobre olvidados escritores del siglo XIX. Luego han estado acompañándome como autora en ese momento de exhibición de la firma pública de ejemplares que no nos gusta demasiado a los que huimos de los ruidos mediáticos. Qué gozosas charlas cuando sufría el apuro de firmar apenas un par de libros y ellos me distraían haciendo que me olvidara de mi fracaso. Y qué complicidad cuando la tarde se daba bien y convencíamos a lectores desconocidos de que esa historia que yo había escrito merecía la pena.
Sí, qué duda cabe, ellos son el alma de las Ferias del Libro, pero ¿seguro que los libreros se implicaron siempre tanto con estos encuentros? Los orígenes no apuntan a esa presunta armonía. Un mítico librero como Rafael Giménez Siles, que fue uno de los impulsores de la primera Feria del Libro en Madrid en 1933 en el Paseo de Recoletos, contaba en su libro Retazos de vida de un obstinado aprendiz de editor, librero e impresor que a la entrada los libreros repartieron pasquines para disuadir a la gente de que comprara en la feria y convencerla de que acudiera a las librerías donde encontraría más surtido.
El panorama no es muy halagüeño. Vivimos en un mundo de modernísimas tecnologías de la nada, de carcasas llenas de vacío. Los libreros de este tiempo materialista y casi ágrafo son nuestro refugio en un mundo hostil con la culturaDe hecho, hubo enconados conflictos. Según explican las investigadoras Ana Martínez Rus y Raquel Sánchez García en su estudio Orígenes y evolución de la Cámara Oficial del Libro de Madrid, la idea de celebrar una feria de libros surgió en la Escuela de Librería de este organismo como una práctica para los alumnos de la asignatura “Técnica comercial del libro” del profesor Giménez Siles. Sin embargo, los libreros se opusieron porque consideraban que la feria “fomentaba la venta callejera en carritos, práctica ilegal contra la que se venía luchando desde muchos años atrás”. Los libreros insistían en que había que llevar el público a las librerías en lugar de sacar los libros a la calle.A lo largo de su historia, las Ferias del Libro han sufrido episodios guadianescos, luminosas resurrecciones y desapariciones sin dejar rastro. Un caso curioso es el de la Feria del Libro de Jaén, salvada literalmente por el refugio que ofrecieron los libreros. Ante el anuncio de la desaparición de la Feria, estos ofrecieron sus librerías para celebrar actividades y firmas de autores. Yo estuve en una de esas ediciones de la Feria de Jaén. Me recibieron en una librería-papelería y pensé que aquello era un simulacro espantoso. Tuve que sentarme junto a los cuadernos y lápices escolares, pero los libreros crearon una amable atmósfera de tertulia. Comenzó a llegar gente, no más de quince personas porque allí no cabía nadie más, y fue una velada maravillosa de letraheridos refugiados de la intemperie, de una ciudad cuyas instituciones habían renunciado a celebrar la fiesta de los libros.
Sí, la pasta de los libreros es diferente, como si ellos también estuvieran hechos con la pulpa de celulosa de la que están fabricados los libros. Dicen que las librerías son negocios sin futuro, pero no sabemos qué ocurrirá cuando pasemos la próxima página. El mundo se derrumba, pero seguiremos refugiándonos en las librerías, guiados por la poesía de la resistencia de estos queridísimos quijotes que son nuestros libreros.