“No se escribe para enseñar nada, se escribe para aprender”
—El jurado del Premio Nacional de las Letras destacó “su larga trayectoria, en la que ha demostrado brillantes actitudes literarias”. ¡Esto le servirá para perder cualquier resto de esa inseguridad que dice tener!
—El Nacional de las Letras ha sido una bendición. Me llegó además en un momento en el que me encontraba aterida, porque tuve un año muy duro, con muertes de amigos y cosas terribles. Estaba cruzando los dedos y aguantando la respiración para que no sucediera nada malo más cuando, de pronto, cayó este premiazo, que es el más importante de mi vida y que, de verdad, ha sido terapéutico para mí, porque me hace sentir una serenidad difícil de explicar. Es como si hubiera llegado a casa y mis padres me hubiesen dado una palmada en el hombro, diciéndome: no lo has hecho mal.
—Y llega cuando ha aprendido que el amor y el desamor son los hilos que mueven el mundo. Curioso, porque nunca han sido el tema principal de sus novelas excepto en las dos últimas, El peso del corazón y La carne.
—Cierto, ha estado ahí como tema secundario importante, pero nunca había sido tan omnipresente como en estas dos últimas novelas. No sé, quizá a medida que creces vas dando más valor a cosas que antes tenías más en sordina, tal vez por autoprotección, o por miedos.
—¿También ha aprendido a borrarse de las historias? ¿En qué está cambiando su prosa?
—El camino de la obra, la conquista de la madurez, pasa precisamente por ir borrando tu yo consciente, ganar libertad interior y aprender a dejarte atravesar por la historia. Ser apenas un médium de tus personajes. Y yo siento que en mis tres últimas novelas estoy en mi mejor momento, con un control de las herramientas narrativas que antes no tenía. La ridícula idea de no volver a verte, El peso del corazón y La carne han fluido en mi escritura como no lo había hecho ningún otro libro. Bailé con las palabras mientras las redactaba.
—Dice que escribe para perder el miedo a morir. ¿Lo ha conseguido?
“El camino de la obra, la conquista de la madurez, pasa precisamente por ir borrando tu yo consciente, ganar libertad interior y aprender a dejarte atravesar por la historia. Ser apenas un médium de tus personajes”—A veces la gente cita fragmentos de libros míos, por ejemplo de La ridícula idea de no volver a verte, que trata también de eso, de la vida y de la muerte, y los escucho y me digo: pues parecen sensatos, incluso profundos y maduros, ¿por qué demonios no soy capaz de vivir así? Todos los escritores pensamos que nuestros libros son mejores que nosotros, ningún escritor vive a la altura de lo que escribe. Pero no, no le he perdido el miedo a la muerte, quizá lo he domesticado un poco.—Ha escrito novela histórica, realista, de no ficción, biográfica… ¿La historia pide el género o piensa primero el ‘cómo’ y luego el ‘qué’?
—La verdad es que todo te aparece de repente en la cabeza y se impone. Las novelas son como sueños que el escritor sueña con los ojos abiertos y, de la misma manera que no escoges lo que sueñas por la noche, tampoco eliges las historias que escribes. Nunca me dije: voy a escribir una novela que suceda en la Edad Media. Lo que ocurrió fue que tuve una de esas visiones poderosas que ponen en marcha todo, en la que vi un campo baldío, calcinado por el sol, donde se desesperaban tres o cuatro campesinos arando esa tierra cruel pero sin animales, atados al arado y tirando de la reja ellos mismos; y en el campo colindante, justo al lado, vi a cuatrocientos guerreros matándose a mandoblazos. Y ahí supe que era una historia medieval, porque iban vestidos con armaduras de pies a cabeza.
—Muchos de sus protagonistas son mujeres. ¿Le resulta más próximo? ¿Quiere darles voz, por reivindicación?
—La inmensa mayoría de los autores escribe con más frecuencia de protagonistas de su propio género. Yo tengo dos protagonistas absolutos hombres en dos novelas y un coprotagonista y conarrador en otra; los demás, son mujeres. Es un porcentaje muy corriente, me parece. ¿Y por qué no? Los escritores hombres lo hacen todo el rato y nadie les pregunta sobre eso. Una cosa que me pone bastante nerviosa es que, cuando una mujer escribe una novela protagonizada por una mujer, todos, lectores y lectoras, piensan que está escribiendo sobre mujeres; pero cuando un hombre escribe una novela protagonizada por un hombre, todo el mundo piensa que está escribiendo sobre el género humano. No me interesa escribir sobre mujeres, escribo sobre el género humano, lo que pasa es que el 51 por ciento del género humano somos mujeres.
—Dicen que ha sido una de las precursoras modernas.
“La literatura del siglo XX y del XXI se caracteriza por tratar de perdedores y de antihéroes, de personajes más rotos y derrotados, pero yo creo que mis heroínas son bastante heroicas. No son unas perdedoras, sino unas supervivientes”—No lo creo. Hay muchísimas escritoras españolas anteriores llenas de personajes femeninos admirables. La grandísima Mercè Rodoreda con su Colometa de La plaza del Diamante o con la Teresa de Espejo roto. O Andrea, la protagonista de Nada de Carmen Laforet. O la maravillosa Asís, marquesa de Andrade, protagonista de Insolación, una novela formidable de Emilia Pardo Bazán… En fin, yo creo que hay muchas.—¿Qué autoras tenía de referencia antes de empezar a escribir?
—El problema, querida, es que empecé a escribir con cinco años cuentecitos de ratones que hablaban. Pero uno de los primeros libros que recuerdo, y que leí ya a esa edad, es un cuento de Selma Lagerlöf, algo muy breve y para niños pequeños. Luego fui conociendo más libros suyos, El maravilloso viaje de Nils Holgersson a través de Suecia y otros, pero en cualquier caso haber leído a la gran Selma me demostró muy pronto que las mujeres también podían ser escritoras y además magníficas.
—Hay muchas heroínas literarias, pero las suyas, casi siempre son antiheroínas.
—La literatura del siglo XX y del XXI se caracteriza por tratar de perdedores y de antihéroes, digamos que es un lugar común de la literatura contemporánea. Hoy usamos personajes más rotos y más derrotados. Pero yo creo que mis heroínas son bastante heroicas. No son unas perdedoras, sino unas supervivientes. Primero tendríamos que definir a qué llamamos heroína; si se trata de una persona que se enfrenta a un reto difícil con coraje y decisión, mis personajes lo son, son todas unas tremendas peleonas y terminan las novelas en un estado mejor que el que tenían al comienzo.
—Ha entrado en la vida de Marie Curie y ha creado a Bruna Husky, la detective replicante y heroína de La carne. Incluso usted misma aparece cuando Soledad se reúne con Rosa Montero. ¿Con qué criterio elige estos perfiles de mujer?
—Todos esos libros, todos esos personajes, han venido a mí, se han ido haciendo ellos solitos en mi cabeza, me han ido contando sus libros. Como dice Julio Ramón Ribeyro, una novela madura exige la muerte del autor, la muerte metafórica, claro. Es decir, lo que tiene que borrarse es el yo consciente. En cuanto a salir yo misma, es que me gustan esos juegos en la frontera entre lo real y lo ficticio, para mí es una zona muy resbaladiza y me encanta jugar con ese equívoco. En La carne también sale un personaje, Ana Santos Aramburo, la directora de la Biblioteca Nacional, que es la verdadera directora de la Biblioteca Nacional.
—Amor, desamor, miedo, celos, angustia existencial. ¿De qué le gusta ‘vestir’ a sus protagonistas?
—Todos los escritores hablamos siempre de los mismos temas, de esas obsesiones a las que antes nos referíamos, y en mi caso yo hablo machaconamente de la muerte; del tiempo que nos deshace, porque vivir es deshacerse en el tiempo; del sentido dudoso de la vida; de la falta de fiabilidad de la realidad; de la identidad como construcción imaginaria, porque la identidad se basa en la memoria; del fanatismo y el poder; de la necesidad del otro para que la vida merezca la pena de llamarse vida; del amor y el sexo.
—¿Qué personajes literarios femeninos le han conmovido?
“Somos tan buenas como los hombres, o más. El problema es el prejuicio, lo tenemos clavado en el fondo del cerebelo, hombres y mujeres, y nos impide que valoremos a las mujeres de la misma manera que a los hombres”—Conmoverme, montones. Ana Karenina, Lady Chatterley, Lolita, Medea, Orlando de Virginia Woolf, Madame Bovary o Ana Ozores, la Regenta. Son sobre todo víctimas, más que heroínas en el sentido que hemos definido antes. Medea es tremenda, tiene todo el poder de los grandes héroes clásicos y es equivalente a ellos en furia y en pasión. Si los héroes griegos son considerados héroes, ella sin duda es una heroína, aunque la mayoría de sus actos son atroces, pero ¡qué poderío! Orlando tiene encanto pero me gusta menos. Prefiero las heroínas españolas que he citado antes, y sobre todo a la protagonista de Insolación de Pardo Bazán, una verdadera transgresora. También me encantan las inteligentes, orgullosas y obcecadas protagonistas de Jane Austen, como la genial Elizabeth Bennet de Orgullo y prejuicio. Y Dorothea, la protagonista de la maravillosa Middlemarch de George Eliot. O las protagonistas de las Brönte, la Alicia de Lewis Carroll… Y desde luego una de mis preferidas es Sherezade, la cuentista de Las mil y una noches, patrona sin duda de los novelistas.—¿Quiénes son los autores masculinos que mejor han retratado a las grandes heroínas de la literatura?
—Proust sin duda, la duquesa de Guermantes, por ejemplo, y tantas más. Tolstói pese a su feroz misoginia, su talento lo salvó. Nabokov, Clarín, Flaubert, Galdós, Sófocles, Eurípides, Shakespeare…
—La literatura escrita por una mujer, ¿debe tener un punto de reivindicación feminista?
—Hacer novela utilitaria es una traición capital a la razón misma de escribir novela, que es la búsqueda del sentido de la existencia. No se escribe para enseñar nada, se escribe para aprender. El feminismo, y yo me considero feminista, tiene su espacio en el periodismo o en el ensayo, pero desde luego no en la novela.
—Ahora que tenemos “una habitación propia”, ¿saldrán cada vez mejores narradoras?
—Yo creo que somos tan buenas como los hombres, o más. El problema es el prejuicio, lo tenemos clavado en el fondo del cerebelo, hombres y mujeres, y nos impide que valoremos a las mujeres de la misma manera que a los hombres. Siempre recuerdo el tremendo experimento de la Universidad de Yale en 2013, cuando escogió los proyectos de un chico y una chica que aspiraban a un puesto de laboratorio y los envió para su calificación a 120 catedráticos de ambos sexos. El varón, qué casualidad, sacó en todo mejor nota; pero resulta que los dos proyectos eran exactamente iguales, salvo que uno lo firmaba John y otro Jennifer.