Sorpresa, gratitud, nostalgia
Los del 27 fueron epistológrafos intensos, tanto en los años veinte y treinta como tras la Guerra Civil, cuando dejan su impronta el exilio y el clima de censura del franquismo
Me parece que los tres sentimientos que convoca este título los experimenta un lector aficionado en el orden siguiente: juntos e inmediatos los dos primeros, un poco después y de modo más difuso el tercero: qué maravilla y qué suerte estas cartas estupendas, lástima que ya no escribamos así. La conciencia de internarnos sin remedio en la era de internet ha dado lugar a una profusión de libros sobre el arte epistolar (algunos, claro, se pueden comprar como libros electrónicos); entre los recientes: historias de la correspondencia, como Postdata de Simon Garfield (2013), novelas epistolares (Vicente Molina Foix, El abrecartas, 2006), autobiografías en cartas (Emma Reyes, Memoria por correspondencia, 2012), novelas en forma de diario compuesto sólo de correos electrónicos (Matthias Zschokke, Lieber Niels, 2011) o antologías como A la carta de Valentí Puig (2104), donde las semblanzas biográficas de los corresponsales son a veces tan interesantes como las cartas seleccionadas.Garfield remonta a los años posteriores a la Primera Guerra Mundial la primera presencia significativa de ensayos que deploran la decadencia de las cartas. Entre nosotros el clásico es Salinas, cuya “Defensa de la carta misiva y de la correspondencia epistolar” (1948) obedecía a la indignación ante la consigna “wire, don’t write” (no escribáis cartas, poned telegramas) del gobierno americano. Sin embargo, los autores del 27 fueron muy buenos escritores de cartas, tanto en los años veinte y treinta como tras la Guerra Civil, cuando dejan su impronta el exilio y el clima de censura del franquismo. Lo hemos ido sabiendo a medida que se han ido publicando, con frecuencia a compás de lo que Claudio Guillén llamaba la “hectocultura”, es decir la de los centenarios (de 1991 —Salinas— a 2010 —Miguel Hernández).
Una de las teorías antiguas de la carta la describe como la mitad de un diálogo, otra, como un regalo que se ofrece a otro en forma de escritura. Las dos son complementarias. El gesto de la comunicación, de dar y recibir noticias, no reduce la escritura a mero vehículo instrumental, sino que la modula y aumenta el atractivo. Al dirigirse a un destinatario, las cartas rompen el ensimismamiento de otras formas de la literatura del yo, como la autobiografía y el diario; además, en relación con el tiempo presentan un perfil insustituible de inmediatez respecto de los acontecimientos vividos. Cuando se leen en sucesión, por último, van trazando líneas, recurrencias, insistencias, lugares memorables, ritmos reveladores de afectos, de gustos y de desagrados. Una consecuencia del atractivo de esta escritura la describió Salinas en el citado ensayo: “Es muy difícil que la persona que se pone a escribir no sienta, dese o no cuenta clara de ello, prurito de hacerlo bien, de escribir bien. Y si lo logra, la pena que le aguarda ya sabemos cuál es: la caída de Ícaro, de los cielos limpios —lo privado— a las aguas dudosas —la publicidad”.
Los del 27 fueron epistológrafos curiosos, intensos, amenos. Cuando salió (1992) la correspondencia de Salinas y Guillén causó cierta sorpresa ver cómo este libro, no previsto como tal por sus autores, se convertía en “la novela de la amistad y el destino de dos escritores españoles” a juicio de Antonio Muñoz Molina. Además, claro está, de las cartas de cada uno pueden sacarse momentos memorables, para las entrañas de la historia literaria o para los movimientos del ánimo. Salinas le cuenta a su entonces novia Margarita en 1915 la “emoción completamente nueva e inédita” de ver las luces de los aviones en la noche de París; igual de estimulantes resultan las cartas de viaje —el Cañón del Colorado, México, Puerto Rico— y las cartas de amor a Katherine Whitmore que editó Enric Bou, sólo inferiores a sus poemas.
Guillén, por su parte, envió realmente a su destinatario la “Carta a Fernando Vela sobre la poesía pura” (Verso y Prosa, 1926). Cuando se hizo pública se convirtió en el manifiesto de una de las opciones poéticas de los años veinte. En 2010 salieron las cartas a su mujer, Germaine Cahen: “Chérie: Vi a Américo Castro. Cariñoso, protector y terrible. Una hora de furia apostólica, de diatribas y palabras gruesas contra el mundo que no quiere ser filólogo” (30 de enero de 1925); o desde Oxford (6 de octubre de 1929): “que tu es très, très tendre avec moi, et que je suis très, très heureux” (usaba el francés para las confidencias; lo traduce la editora Margarita Martínez).
Así comienza Gerardo Diego (29 de abril de 1929) una carta relativa al Centenario de Góngora: “Querido amigo Jorge: En nombre de don Luis yo te maldigo. / Dos meses aún —y Dámaso es testigo— antes que tu homenaje al fin se forje” (edición de José Luis Bernal, 1996). De Aleixandre, más allá de las editadas por Irma Emiliozzi (2001) y la selección incluida en las Obras completas al cuidado de Alejandro Duque Amusco (2002) —“…la poesía superrealista me atrae y casi ya la única que entiendo. Porque es como un caño suelto, no bello en el sentido de artístico, pero vivo, palpitante, hecha de sangre, como surtiendo de una raja recién abierta e inencontrable” (a Dámaso Alonso, 1 de agosto de 1930)—, van saliendo los volúmenes, susceptibles de matizar su imagen con la complejidad debida. Lástima que la anotación del último, de cartas a Miguel Hernández y Josefina Manresa (2015), esté tan por debajo de lo que casi se ha convertido en una norma filológica; pero ahí está la voz de Aleixandre, cordial, sensual: “Hablaría, hablaría mucho contigo. Eres la persona en quien yo siento la más profunda confianza, el amigo que más se acerca a la naturaleza” (7 de abril de 1937).
La conciencia de internarnos sin remedio en la era de internet ha dado lugar a una profusión de libros sobre el arte epistolar: historias de la correspondencia, novelas epistolares, autobiografías en cartas o antologíasEl más importante gesto de provocación surrealista fue una carta de Buñuel y Dalí a Juan Ramón Jiménez: “Nuestro distinguido amigo: Nos creemos en el deber de decirle —sí, desinteresadamente— que su obra nos repugna profundamente por inmoral, por histérica, por cadavérica, por arbitraria”. A su vez Prados, en torno a esa coyuntura de fin de los años veinte, recordaba en 1958: “No quise figurar en la Antología de Gerardo Diego, porque mi moral (de entonces) me lo impedía. Yo creía en un verdadero cambio que deberíamos al surréalisme. Así se lo dije a Vicente [Aleixandre] y a Luis [Cernuda] […] Pero, la verdad es que después de acordar los tres no tomar parte en dicha Antología, me quedé solo, y triste, con mi verdad o mi mentira” (carta a Sanchís-Banús, editada por este en 1995).Otra posibilidad es la de perseguir la presencia de las imágenes en las cartas; es lo que ha hecho con cuidado y acierto Irene García Chacón en su estudio Cartas animadas con dibujos (2014). Aquí el centro se desplaza a García Lorca y a Salvador Dalí, aunque también a las cartas de Alberti a su amigo Celestino Espinosa, a pintores como Barradas, Benjamín Palencia, Manuel Ángeles Ortiz, José Caballero, Gabriel García Maroto e intervenciones más ocasionales de Bergamín (cuya correspondencia con Unamuno y Falla editó Nigel Dennis), Adolfo Salazar, Ernesto Halffter, Pepín Bello.
La modélica edición del epistolario de Cernuda (2003) a cargo de James Valender ilumina la tensa relación que mantuvo entre la esfera de la vida y la de la literatura, empeñado en la defensa intransigente de su obra, acuciado por su leyenda de hosquedad. En realidad sólo las cartas en su conjunto permiten llenar de matices y facetas esas generalizaciones sobre los escritores. Es uno de sus poderes. Otro es la capacidad de desplegar súbitamente un ramo de emociones. María Zambrano a Lezama Lima “Solo una palabra hoy, siempre desde siempre: alegría, alegría de que vivas y existas: tu persona, tu obra incalculable: lo manifiesto y lo oculto, lo visible por serlo y lo invisible por ser más, más, y por sortearlo” (5 de marzo de 1969, ed. Fornieles, 2006).
Esta nota va desembocando tristemente en una lista ramplona en la que apenas se alude a Dámaso Alonso, a Max Aub, a Francisco Ayala, a José María de Cossío, a Hinojosa, a Larrea. Es lástima: en todos los casos, incluidos estos, me permito asegurar sorpresa y gratitud a quienes se animen a leer estos epistolarios. Entre dos correos electrónicos.