Entrevista con Stefano Mancuso
—Su trayectoria de divulgación científica es poco común: no solo ha escrito sobre neurobiología vegetal, sino libros que tratan de plantas desde perspectivas muy distintas (gastronómica y agrícola, por ejemplo, en el libro Biodiversos)…
—Normalmente los científicos no se mueven demasiado de su campo de estudio especializado. Aunque me dedico a la ciencia, el arte ha sido siempre parte importante de mi vida, sobre todo la literatura y la música. Creo que leer, por ejemplo los clásicos, es algo fundamental, también en la actividad científica. Es preocupante ponerse a charlar con un científico, alguien que produce cultura, y a menudo descubrir que, más allá de su campo de especialización, es un ignorante.
—En sus libros se adivina un afecto especial por las obras de botánicos pretéritos: esos “viejos libros” que suelen considerarse poco relevantes para la ciencia actual. Usted los reivindica incluso como fuente de inspiración en el laboratorio.
—Me alegra que se note, porque son una de mis grandes pasiones. De hecho, mi bibliofilia nace de la lectura de estas obras antiguas, pues siempre he creído necesario tener una perspectiva amplia para describir adecuadamente incluso los problemas más pequeños, una perspectiva que no solo abarque conocimientos actuales sino que retroceda en el tiempo. Por desgracia, nuestros programas de estudios científicos no incluyen nociones de historia de la ciencia, algo que debería resultar escalofriante: ¿cómo podemos enseñar ciencia sin enseñar también su trayectoria histórica? Hay que tener en cuenta que la ciencia es una actividad humana, y por tanto está sujeta a las mismas presiones que las demás: poder, política, envidias… Ha habido muchísimas ideas excelentes que han desaparecido del discurso científico mainstream por estos motivos. Por eso amo leer las obras originales; allí se encuentran ideas extraordinarias.
—Y que yacen entre las páginas como semillas a la espera de que llegue su momento…
—Sí, exacto: son semillas, que a veces encuentran un ambiente favorable para su germinación, pero otras veces no —y es una lástima—. Por ejemplo, la mayor parte de botánicos alemanes del siglo XIX han sido prácticamente olvidados, pese a haber tenido intuiciones geniales. Precisamente nuestros artículos más recientes, sobre la capacidad de las plantas de reconocer las formas de los objetos, han consistido en desempolvar la teoría de Haberlandt, uno de aquellos grandes botánicos que propuso que las plantas eran capaces de percibir imágenes.
—¿Cuáles son los libros que más le han influido como divulgador, y como científico?
“Por desgracia, nuestros programas de estudios científicos no incluyen nociones de historia de la ciencia, algo que debería resultar escalofriante: ¿cómo podemos enseñar ciencia sin enseñar también su trayectoria histórica?”—En el ámbito de la escritura divulgativa, mis referentes son autores como Gerald Durrell, cuyas obras son el ápice de la divulgación científica: literatura aunada a rigor científico. Otro inglés que escribió libros maravillosos es James Herriot; él era veterinario y no escribía sobre plantas sino sobre animales, pero admiro su forma de escribir y de contar historias siempre filtradas a través de la propia experiencia, algo que me parece fundamental. En cuanto a obras que me han influido como científico, una merece mención especial: The Power of Movement in Plants, de Charles Darwin. Es uno de sus últimos libros, y a diferencia del resto de sus obras —más teóricas que prácticas—, este libro recoge los experimentos que realizó Charles con su hijo Francis sobre las plantas. En el último párrafo es donde Darwin expresa su convicción de que las plantas son organismos muy sofisticados, con una inteligencia en absoluto inferior a la animal, y de que (en su opinión) la sede de tal inteligencia está en la raíz.—Más allá del ensayo, ¿ha pensado alguna vez en escribir ficción, o alguna obra de divulgación infantil?
—Sí, la divulgación infantil me interesa mucho; además, hace años que me piden que escriba algo para niños. Hasta ahora no lo había considerado una prioridad, pero voy a dedicar un poco de tiempo y preparar algo para lectores adolescentes, que quizás recoja esa idea de seguir la vida de una planta a través de sus peripecias cotidianas, desde su nacimiento hasta la edad adulta.
—¿Cuándo nace su interés por las plantas? Es raro encontrar a niños que quieran dedicarse al mundo vegetal desde pequeñitos…
—Tienes razón: las plantas son un amor adulto, y es difícil que surja de forma instintiva. Los niños no pueden enamorarse de las plantas porque son demasiado distintas a nosotros; les gustan los animales, que entendemos con más facilidad. De hecho mi interés por las plantas era casi nulo hasta que inicié la universidad pero fue más tarde, durante el doctorado, cuando empecé a mirarlas de forma distinta. Me di cuenta de que la idea de planta que tenía y que me habían enseñado era falsa: se trataba de seres muy distintos, complejos, sofisticados, que han inventado soluciones para casi todos nuestros problemas, y entonces saltó la chispa, la pasión, el amor.
—A menudo las librerías con estantes dedicados al “maravilloso mundo vegetal” no solo incluyen obras como las suyas, sino también textos imbuidos de ideas llamémoslas New age, como el famoso libro de los setenta La vida secreta de las plantas. ¿Qué opinión tiene sobre la relación entre “pensamiento New age” y pensamiento científico?
—A veces me sorprende que mis libros, que parten de una base estrictamente científica y experimental, se codeen con obras que, a mi parecer, no tienen ni pies ni cabeza desde el punto de vista científico, como La vida secreta de las plantas. Este libro, que popularizó muchas ideas sobre capacidades peculiares de las plantas, ha hecho un enorme daño porque es un libro mixto, la cosa más peligrosa que existe: incluye capítulos detallando estudios rigurosos y válidos a día de hoy, pero mezclados con capítulos absurdos, como los dedicados a experimentos con polígrafos que “medían” la reacción de plantas al acercárseles alguien con malas intenciones. ¡Y no es verdad! Cualquier cosa que no pueda demostrarse con el método científico ya no es ciencia.
—Usted ha puesto sobre la mesa la cuestión de los derechos de las plantas. ¿Podrían incluir, por ejemplo, el derecho de un árbol a no convertirse en papel?
—Las alternativas son peores, sí. Además, conviene distinguir entre plantas domesticadas, cultivadas, y plantas silvestres. Una cosa es emplear árboles que tú has plantado con la finalidad de producir papel; otra muy distinta es talar bosques para el mismo fin, algo que es inaceptable. La idea fundamental no es “no puedes hacer nada con las plantas”; es “no puedes hacer todo lo que quieras con las plantas”.