Terror que salva
Para que la literatura se adentrase en los dominios del terror hizo falta que la Revolución Industrial comenzase a remover en Occidente los cimientos del Antiguo Régimen. No es que no hubiera precursores de la literatura de terror, pero, al igual que la literatura fantástica stricto sensu, fueron las conmociones socioeconómicas del siglo XVIII y el consiguiente desamparo ante un mundo sin dioses, los que trajeron consigo la posibilidad de refugiarse en este tipo de escritura escapista para eludir —o, al menos, mitigar— la orfandad circundante. Eso mismo lo dejé escrito en verso hace unos años, en un poema titulado “Terror que salva” donde defendía que el verdadero terror no está nunca en los libros sino en la realidad, y que el terror ficticio lo que hace es defendernos del otro terror —el de la vida— y terminar salvándonos (aunque sea tan solo por el rato que dure la lectura del texto terrorífico que tengamos en las manos).
«Qué habrá más allá de la muerte, nos preguntamos a diario, soliviantados por nuestra ignorancia acerca de un lugar de donde, como dice Hamlet, nadie ha vuelto para darnos noticias. De ese reino insondable que extiende sus tentáculos al otro lado del espejo»Al margen de terrores grecolatinos y medievales y de horrores renacentistas y barrocos — como los Mirabilia de Flegón de Tralles (siglo II d. C.), algunos estremecedores pasajes del Beowulf o del Nibelungenlied y otros textos posteriores, en el límite de la cronología propuesta, como La aparición de Mrs. Veal de Daniel Defoe—, la primera literatura de terror es la narrativa gótica inglesa de la segunda mitad del siglo XVIII, con El castillo de Otranto (1764) de Lord Walpole como obra fundacional. Al lado de Walpole, figuran damas como Clara Reeve (El viejo barón inglés, 1777) o la inefable Ann Radcliffe (Los misterios de Udolfo, 1794), y caballeros como M. G. Lewis, autor de la célebre y divertida novela El monje (1796), o el clérigo irlandés Charles Robert Maturin (Melmoth el errabundo, 1820).Anteriormente vieron la luz dos nouvelles que, a mi juicio, resultan importantísimas en la historia del género fantástico de terror, El diablo enamorado (1772) de Jacques Cazotte y la Historia del califa Vathek (1786) de William Beckford, joyitas ambas engastadas en lo más alto y en lo más antiguo de la corona del terror. Las producciones libertinas del Marqués de Sade tampoco son ajenas al mundo del paleoterror, lo mismo que algunos pasajes de una de las novelas más geniales que se han escrito nunca: Manuscrito encontrado en Zaragoza (1804-1805), novela-río escrita en francés por el conde polaco Jan Potocki. Dos años antes que el Melmoth de Maturin se publicaron los tres tomitos que configuran la primera edición de Frankenstein de Mary W. Shelley, una novela mitológica que mezcla el terror con la ciencia ficción.
El otro fruto de la famosa reunión de Lord Byron y el matrimonio Shelley en la ginebrina Villa Diodati (junio de 1816) fue El vampiro (1819) del médico de Byron, John William Polidori, que, junto a Vampirismo (1821) del prusiano E. T. A. Hoffmann, supuso el pistoletazo de salida de la literatura de vampiros, tras las huellas del Tratado ad hoc (edición definitiva, 1751), puramente “científico” y escasamente literario, del padre Calmet. Siguiendo con el tema vampírico, y vulnerando el orden cronológico que he seguido hasta aquí, las piezas maestras del género serían, en el siglo XIX, La muerta enamorada (1836) de Théophile Gautier, La familia del Vurdalak (1839) y El vampiro (1841) de Alekséi Konstantínovich Tolstói, Carmilla (1872) de Sheridan Le Fanu, y, por encima de todas las anteriores, Drácula (1897) de Bram Stoker y, en el siglo XX, la prodigiosa y originalísima novela El sueño del Fevre (1982) de George R. R. Martin, el autor de Juego de tronos, que inaugura una manera de acercarse al universo de los no muertos desde una perspectiva enormemente novedosa, con legión de imitadores en las últimas décadas que no pueden competir en invención ni en calidad con el original.
«No faltan precursores, pero fueron las conmociones socioeconómicas del siglo XVIII y el desamparo ante un mundo sin dioses, los que trajeron consigo la posibilidad de refugiarse en este tipo de escritura escapista para eludir —o, al menos, mitigar— la orfandad circundante»La novela de Stoker Drácula merece un punto y aparte en este vertiginoso recorrido por la literatura de terror, pues tengo la certeza de que es la mayor novela que ha dado el género y una de las diez o quince más ambiciosas y perfectas de las letras universales. De estructura muy sofisticada, utiliza diarios, epístolas y recortes de prensa en el desarrollo de la narración, que ejerce en el lector una sensación de horror muy poderosa y de unos efectos terroríficos espeluznantes. Acabo de prologar una nueva edición española (Reino de Cordelia) de esta novela capital, traducida de forma inmejorable por Juan Antonio Molina Foix y acompañada de unas maravillosas ilustraciones de Fernando Vicente.La aportación francesa al terror tiene en Mérimée (La Venus de Ille, Lokis), en el citado Gautier, en Guy de Maupassant (El Horla) y en Villiers de l’Isle-Adam (La tortura por la esperanza) sus representantes más ilustres en la centuria decimonónica. Fue precisamente en Francia donde, gracias a las versiones de Baudelaire aparecidas entre 1856 y 1865, se difundió universalmente la obra de Edgar Allan Poe, otro de los pilares incontestables de la literatura de terror. Hay un antes y un después de Poe en las letras terroríficas. Obsesionado con la necrofilia, consumido por las drogas y el alcohol, el escritor norteamericano urdió algunas de las más escalofriantes historias de miedo, reproducidas una y otra vez por una descendencia inagotable de émulos sin talento. Tenemos la suerte de contar en castellano con una traducción excelente de sus cuentos a cargo de Julio Cortázar. Definitivamente, Poe escogió bien a sus traductores europeos: Baudelaire, Mallarmé (que versionó su obra poética), Cortázar. Si el barón Loève-Veimars no hubiese traducido al francés a Hoffmann en el primer tercio del siglo XIX, no hubiese florecido la literatura francesa de terror a lo largo de la centuria. Lo mismo ocurrió con Baudelaire en el caso de Poe.
Norteamericanos fueron también otros autores sobresalientes del género, como el posgótico Charles Brockden Brown, el embajador Washington Irving (autor de la terrorífica Leyenda de Sleepy Hollow), el impecable Nathaniel Hawthorne (tan prolífico en cuentos de terror), el amargo Ambrose Bierce (a cuya misteriosa desaparición —cuando militaba, ya viejo, en el ejército de Pancho Villa— alude Lovecraft en su novela El que acecha en el umbral) y el ampuloso Henry James, que nos legó Otra vuelta de tuerca, una obra maestra de la literatura de fantasmas.
Al otro lado del Atlántico, la narrativa anglosajona de terror llevaba a su cenit con las fantasías japonesas de Lafcadio Hearn (Kwaidan), El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde, La nube púrpura de Shiel, las obras “menores” del gran Stoker (La madriguera del gusano blanco y La joya de las siete estrellas, electrizantes ambas), la obra completa de William Hope Hodgson, (maestro indiscutible de Lovecraft en títulos como La casa en el confín de la tierra [1908], Los piratas fantasmas [1909] o El reino de la noche [1912]), la calidad sin fisuras de Arthur Machen en ese paradigma de la literatura de terror que es Los tres impostores (un fix up en el que se dan cita varias historias, a cual más terrorífica, como la Novela del sello negro o la Novela del polvo blanco, auténticos prodigios narrativos) y la genialidad de Algernon Blackwood, Lord Dunsany, el propio Lovecraft o el bibliópata Montague Rhodes James (cuyo relato “El grabado” se me antoja una de las historias de miedo más perfectas que se han escrito nunca).