Un narrador prodigioso
Se suele pensar en Eduardo Mendoza como en dos novelistas: uno serio y otro irónico, y esto es verdad pero no ciertamente en la forma que suele expresarlo la crítica
Aunque ya me he referido en otras ocasiones al primer texto que leí de Eduardo Mendoza, quiero empezar por hacerlo de nuevo ahora. Se titulaba Mis juguetes y constaba de uno o dos folios mecanográficos, creo que irreparablemente perdidos. En lo esencial se trataba de un texto a la vez irónico y cruel, tenía la apariencia de una evocación entre infantil e infantilizada que encerraba un mundo de violencia latente y en este sentido se convertía en lo inverso de lo que parecía anunciar el título. En el momento en que Eduardo Mendoza escribía este texto yo escribía y hasta publicaba Mensaje del Tetrarca, muy distinto en unas cosas y no tan distinto en otras, pero no es este el lugar para dirimir aquellas ocasionales convergencias o divergencias literarias.Acaso maquillada por mi recuerdo posterior, en aquella célula inicial parece contenida embrionariamente toda la futura obra de Eduardo Mendoza, y esto es sin duda la clásica exageración a la que nos lleva el recuerdo medio fantaseado y sobre todo la innata capacidad y la innata inclinación a mitificar lo que leímos una sola vez y que nunca nadie, ni nosotros mismos, volverá a leer nunca. Era un texto paródico que aparentaba inocencia pero encerraba dureza y hasta crueldad, como la mayor parte de la obra posterior de Mendoza, aunque, si he de ser sincero, el texto, más que a cualquiera de sus escritos conocidos, me remite a sus gustos literarios y a ciertas zonas de su conversación y también, desde luego, a sus gustos no literarios, los cinematográficos en particular. En este sentido me parece significativo que durante un tiempo considerable, en su casa de Barcelona, tuviera solo dos películas en DVD y fueran precisamente Río Bravo de Howard Hawks y El tigre de Esnapur de Fritz Lang, ambas pertenecientes a un género que aunque pueda parecer de la adolescencia o incluso de la infancia, el de aventuras, tiene no poca carga de violencia y tensión latente.
Se suele pensar en Eduardo Mendoza como en dos novelistas: un novelista serio y un novelista irónico, y esto es verdad pero no ciertamente en la forma que suele expresarlo la crítica. A propósito de su penúltimo libro, El enredo de la bolsa y la vida, leí varias veces que se esperaba el retorno a la novela seria, en la línea de lo que se llamó el buque insignia de La verdad sobre el caso Savolta, título por cierto mío más que suyo, y más que mío y suyo, de la censura. Me sorprende porque parece difícil precisar el grado de seriedad de Riña de gatos o La ciudad de los prodigios, y también porque cuando leí por primera vez La verdad sobre el caso Savolta —entonces inédita y titulada Los soldados de Cataluña— me dio la impresión de que estaba bastante lejos de la novela seria. La novela me pareció un divertidísimo ejercicio de recreación de la estética barojiana, en el que la ironía —empezando por los nombres de los personajes, como el apellido Cortabanyes, literalmente “cortacuernos”, una mezcla imposible del castellano cortar y del catalán cuernos— era tan importante como la parte de crítica social, histórica y política que podía contener y contenía. Respecto a La ciudad de los prodigios, la gente cree que es una novela irónica y casi la burla de una sociedad, y que es una novela seria al mismo tiempo. Quizá no sea ni una cosa ni la otra.
¿Es un ejemplo de obra seria La ciudad de los prodigios? Para empezar, el protagonista se llama Onofre Bouvila (bueyciudad en catalán), lo que cierta crítica francesa define como “buey que baja a la ciudad”, también son ganas, y el desenlace de la novela en una época tan tardía como 1929 apunta a que el personaje huye nada menos que en un globo, lo que llamaban un globo cautivo, como si ese fuera un medio habitual de transporte en 1929. Para colmo, sé que existió y no sé si existe aún una continuación. Nunca sabremos si Bouvila murió o no, o si hubo un episodio en el que aterrizaba con su globo en Venecia y se encontraba con Mariano Fortuny Madrazo. Esto, que era una broma y un medio homenaje a mi novela sobre Fortuny Madrazo, creo que no pasó de estar escrito en algún capítulo y quizá la continuación no existe, pero podría existir porque Bouvila se fue en un globo y tal vez no ha muerto.
Los personajes de Mendoza hablan de una forma que todos entienden pero nadie usa en la vida real. Son expresiones que hemos leído u oído alguna vez, pero juntas configuran un habla puramente literariaHay pues un Mendoza serio y un Mendoza irónico, sin duda, pero la cosa no es tan sencilla como se supone. No es cierto que el Mendoza serio se encuentre en las novelas de corte histórico-político-social pretérito y el Mendoza irónico en la serie —porque ya es serie— protagonizada por el detective anónimo al que algunos quisieron llamar Ceferino. No pretendo que las novelas de Ceferino sean serias, aunque tengan momentos serios, pero me parece muy aventurado suponer que todas las demás son serias o se dividen en serias cuando aparece el detective e irónicas cuando no lo hace. ¿Qué novelas son inalterablemente serias en Mendoza? En el plano literario todas son serias, porque el protagonista de sus novelas es el estilo, y aunque este varíe en algunos sentidos el libro funciona porque funciona el sistema estilístico empleado en la voz narrativa, y esta voz narrativa es siempre en cierta medida impostada y castiza.Serias lo que se dice serias, incluso dramáticas, yo creo que solo hay dos novelas largas de Eduardo Mendoza, Una comedia ligera y Mauricio o las elecciones primarias. En cierto sentido, ya con dimensiones de novela corta, es seria alguna de las de Tres vidas de santos, y en novela ni corta ni larga, lo es también, en buena parte, El año del diluvio. De todas ellas, la que creo más característicamente seria es Una comedia ligera, pero esto no es, como diría el propio Mendoza o alguno de sus personajes, “óbice para lo que estoy afirmando”. Una comedia ligera contiene muchos ingredientes cómicos, empezando por el absurdo y ridículo nombre de la comedia aludida en el título, ¡Arrivederci, pollo!, aunque no es imposible que se llamara así una comedia más o menos arrevistada de la época descrita. Y sé perfectamente que en Una comedia ligera, el libro peor comprendido, aunque sea uno de los más importantes de Eduardo Mendoza, hay una parte dedicada al barrio chino barcelonés de entonces donde se dan ecos clarísimos del Valle-Inclán de “El ruedo ibérico” y de algunas de las tradiciones picarescas —más que de la española, de Gil Blas de Santillana—, pero tanto los detalles tipo ¡Arrivederci, pollo! como el segmento suburbial y valleinclanesco representan una porción pequeña del libro, que contiene tristeza, amargura y preocupación y es característico de un escritor que, hacia la edad que tenía Mendoza al publicarlo, se plantea una crisis vital y literaria.
Tal crisis o tal encrucijada ya están resueltas para cuando aparece La aventura del tocador de señoras, un regreso a las novelas del detective, llamémosle Ceferino. Pero Una comedia ligera es también amarga y dura en otro sentido, pues no solo trata de una crisis —bifurcación o dilema existencial—, trata de una época barcelonesa y más genéricamente de una época de la sociedad española a la que suele aludirse o bien en términos estrictamente esperpénticos —y no me refiero con esto a la huella de Valle-Inclán que he señalado—, o bien en términos que parecen una parodia mala de una película de Buñuel, la cual por cierto no existe: ese Buñuel no ha rodado ninguna película sobre la posguerra porque estaba en México, y cuando abordó el tema español estamos ya muy lejos de la inmediata posguerra. Viridiana es una metáfora, pero Una comedia ligera da la visión de esos años que son los de la infancia o adolescencia de Mendoza y de las mías propias, más de infancia que de adolescencia, no nos engañemos. En el teatro de aquel momento, no precisamente el que hoy recordamos —de Mihura o de Buero Vallejo o de Alfonso Sastre—, sino otro ahora olvidado pero que tuvo su momento, aparece una tonalidad sumamente ajada y descolorida y como de calcomanía borrosa de la vida española en general, un aire de impostura que se refleja también en El año del diluvio y que tuvo gran perduración.
Yo me acuerdo del momento en que se promulga la ley antiterrorista y por televisión dice Arias Navarro: “Ningún español honrado y patriota tiene nada que temer”. ¿Qué quiere decir “español” en ese contexto? ¿Qué “honrado” y qué “patriota”? Es como el epílogo un poco lúgubre al periodo descrito. Hubo un momento en que con Eduardo barajamos, entre otros muchos, ese sintagma para introducirlo como posible título en El año del diluvio, porque era un sintagma impagable. La idea de que hay un tipo de llamémosle español y patriota que no tiene nada que temer, es muy curiosa, acota tres conceptos como si fueran inequívocos. “Español” quiere decir, me imagino, españolista de cierto tipo de españolismo; “honrado” se refiere a la legalidad vigente que a todos nos parecía ilegal, y “patriota” alude a un tipo de patriotismo muy concreto que no cabía aplicar, por ejemplo, a Buñuel o a Alberti, patriotas de otra clase.
Dicho esto, la amargura que había en Mis juguetes, junto a la ironía, es precisamente lo que explica Una comedia ligera. Quiero llamar la atención sobre este libro, el menos comprendido, como he dicho, porque es quizá el más revelador. Uno de los personajes secundarios, por ejemplo, el mago que aparece dos veces al final de la novela, podría estar perfectamente en cualquiera de los títulos de la serie del detective o incluso en El enredo de la bolsa y la vida. El personaje del comediógrafo no es transplantable a dicha serie, pero sí lo sería con facilidad a El año del diluvio y, tal vez como padre del protagonista, a Mauricio o las elecciones primarias, también novela muy amarga y posible comienzo de otra serie que luego no ha proseguido. Mauricio esboza el inicio de algo que presentimos que en un posible tramo posterior sería más duro y amargo todavía. Hay aquí cierto humor que lo atempera, el grado mínimo de humor posible en Mendoza, pero el que caracteriza la serie de detectives es un máximo aparente. El máximo real puede estar en pequeños detalles idiomáticos, sintácticos, en pequeños giros de cualquiera de sus textos anteriores o posteriores.
He afirmado muchas veces que la acogida de los lectores a Eduardo Mendoza se basa en un pequeño equívoco, y digo pequeño porque no altera su percepción y recepción. El público en general cree divertirse o en algunos casos conmoverse con las historias que le cuentan los novelistas y en realidad no es así, ni en el caso de Mendoza ni en ningún otro. El público no se conmueve o divierte o ambas cosas a la vez por lo que le cuentan Mendoza, Dostoievski, Stendhal o Dickens, sino por los recursos del lenguaje y de construcción o perspectiva empleados para contarlo. El argumento en sí, aunque puede ser muy entretenido, es menos determinante que la forma de transmitirlo y, por otra parte, en este tipo de narración —no desde luego en Stendhal pero a veces en Dostoievski, casi siempre en Dickens y frecuentemente en Mendoza— sería muy difícil atender a la novela, contarla con precisión, porque las peripecias se van entrelazando unas con otras y, aunque existe cohesión entre ellas, no es fácil de reconstruirlas. ¿Qué es entonces lo que ha retenido al lector? El lenguaje, más aún que la construcción. No conozco con suficiente detalle cómo construye sus novelas Mendoza. En algunos casos importantes, como en La ciudad de los prodigios, me consta que —como por otra parte hacían a menudo Stendhal o Faulkner— escribía cada día sin un plan previo. Empezaba a escribir lo primero que tenía a la vista y, por ejemplo, podía describir una calle de Viena como si estuviera en una calle de Barcelona. Por cierto que Stendhal y Faulkner, escritores muy distintos, tienen en común con Mendoza la coexistencia de la ironía y lo patético y lo complicado de la construcción, más otra cosa —la peculiaridad de la voz narradora, muy diferente en Dickens— que también es esencial para sostener el relato.
Pocas veces se le ha reprochado a Mendoza la facilidad, porque no la tiene. Hay pocos escritores españoles con tanta exigencia en el lenguaje, en la narración, por eso hay pocos tan profundamente seriosLos personajes de Mendoza hablan de una forma que todos entienden pero nadie usa en la vida real. Son expresiones que hemos leído u oído alguna vez, pero juntas configuran un habla puramente literaria, y la gracia depende en gran medida de ella, más que de las afirmaciones o episodios que pueda transmitirnos. Se trata de un habla que crea su propio discurrir: la peripecia no genera las palabras, sino a la inversa. Aunque el lector no lo perciba conscientemente, lo primero que arranca la carcajada en Mendoza no es lo que ocurre —luego te paras a pensar en ello—, sino el modo en que es captado por Ceferino cuando es Ceferino y, si no, por un narrador impersonal que no es impasible aunque aparente serlo e igual, por intención, lo sea. En algunas novelas, aparte de las citadas, existe cierta ambigüedad, y el caso más extraño es La isla inaudita, título que —me temo— se debe a una idea mía sobre un poema de Riba. Es esta una novela fundamentalmente seria, muy atípica en la narrativa de Mendoza, y es también una novela de crisis, pero de modo muy distinto al de Una comedia ligera.Nadie tenía la seguridad de que La isla inaudita fuera bien acogida ni por la crítica ni por el público, pero se cumplió algo que no suele fallar nunca. En la novela había peripecias pintorescas, no se puede decir que propiamente grotescas, e incluso las había claramente patéticas, y había notas de humor, naturalmente. José Manuel Lara Hernández, que en esto no solía equivocarse, me dijo una frase que recordaré: “Este libro va a venderse porque se lee fácil”, y con ello aludía a la fortuna del arte de narrador que siempre tiene Eduardo. Aquí, como no tenía que preocuparse de divertir en cada frase, se imponía de un modo arrollador, y el hecho de que el lector saltara de pronto del escenario barcelonés habitual a un remoto e irreal escenario veneciano, con un hotel inexistente pero con personajes y situaciones que tenían a veces correlación en la vida real —alguno he conocido—, acababa jugando a favor del libro y desvaneciendo ante el público, no siempre ante la crítica, el carácter atípico de la narración.
Tenemos, pues, un novelista irónico, pero al mismo tiempo serio y hasta duro o amargo en ocasiones, pero muy divertido casi siempre. Su lenguaje, por una parte, funciona como celebración imparable de sí mismo, a la manera de los narradores orales que deben captar con palabras el interés de los oyentes, y por otra construye una especie de mosaico formado por todo lo que el autor ha ido leyendo desde Cervantes hasta Nabokov, al que me consta que un tiempo lejano intentó emular en inglés. Esos textos que no he leído existieron o existen: no sé cuántas novelas tiene empezadas y a veces acabadas o abocetadas, cuyos títulos y argumentos podría decir uno por uno en la medida en que me acuerdo o los conozco, pero esto es igual. También se mide a un escritor por lo que deja de publicar, tanto como por lo que publica, y en este sentido es significativo que pocas veces o ninguna se le haya reprochado a Mendoza la facilidad, porque no la tiene. Hay pocos escritores españoles con tanta exigencia en el lenguaje, en la narración, por eso hay pocos tan profundamente serios.