Una fractura interior
Las cuentistas norteamericanas otean a las familias en sus casas, y sus miradas severas sobre esos decorados frágiles no renuncian a la voluntad de entendimiento y a la empatía
En El papel pintado amarillo, obra maestra del autoanálisis escrita en 1890 por Charlotte Perkins Gilman, destacada feminista, una mujer bordea la locura por su reclusión en una habitación opresiva, cuyo papel pintado simboliza la malignidad asociada a la vida matrimonial. Tirando del hilo de esa historia fundacional las autoras norteamericanas han erigido una tradición de relato corto fecunda y siempre renovadora. Durante el siglo XX estaciones poderosas han sido Dorothy Parker, Flannery O’Connor o Grace Paley. De la viveza contemporánea es difícil escoger algunos nombres y unos mínimos detalles de sus obras.El Premio Nobel concedido en 2013 a la canadiense Alice Munro (1931) significó para muchos lectores un gozoso hallazgo. La minuciosidad de sus libros (El progreso del amor, Mi vida querida) requiere una lectura atenta. Escritos con caligrafía gélida, las mujeres de sus cuentos narran tragedias sin alharacas. Munro brilla por su control sereno de la materia narrativa.
Lucia Berlin (1936-2004) es de su misma generación. Tuvo una vida tumultuosa, muy distinta a la de Munro, que ha hecho de la placidez atalaya de observación. El éxito reciente de Manual para mujeres de la limpieza ha supuesto para su recepción literaria algo comparable a lo ocurrido con “El gran libro rojo” de Cheever: las recopilaciones de cuentos pautan los prestigios de los grandes cuentistas norteamericanos.
El canon del cuento norteamericano escrito por mujeres sigue construyéndose, ligado a una tradición fecunda y siempre renovadora. Durante el siglo XX estaciones poderosas han sido Dorothy Parker, Flannery O’Connor o Grace Paley Lydia Davis dice en el prólogo que “Berlin no se anda con contemplaciones, y aun así la brutalidad de la vida siempre queda atenuada por su compasión ante la fragilidad humana”. Esos adjetivos son aplicables a todas estas escritoras, de diversos estilos. Todas otean a las familias norteamericanas en sus casas, y sus miradas severas sobre esos decorados frágiles no renuncian a la voluntad de entendimiento y a la empatía. Si Chéjov escribió cuentos tristes sobre personajes tristes, Lucia Berlin prefirió narrar cuentos divertidos sobre personajes amargos que preservan con humor valores íntimos.El sarcasmo o la ironía corrosiva son las armas deliciosas de Lorrie Moore (1957) o de Amy Hempel (1951). Hempel escribe sobre mujeres reflexivas en entornos irreflexivos. Lorrie Moore, en el glorioso Pájaros de América (1998) o en Gracias por la compañía (2014), refleja cáusticamente las mutilaciones sentimentales de todas las clases sociales estadounidenses, desde la época de Reagan a la de la guerra de Irak. Las historias de Moore son extrañas y toman giros enloquecidos. Su estilo variado, incluso disperso, va del más incisivo realismo a una visionaria expresividad.
El intérprete del dolor le dio a una joven Jhumpa Lahiri (1967) el Pulitzer del 2000, lo que demuestra la seriedad con la que en EE UU honran al relato. Lahiri, de padres bengalíes, describe bellas epifanías que suceden en familias indias desarraigadas, en conflicto con sus orígenes y con su país adoptivo. Su atención al detalle es primorosa y resulta profundo el análisis de las gradaciones anímicas de sus personajes, a los que ofrece un respeto casi ritual. Todos lidian con una fractura interior, mímesis de la desazón contemporánea.
La irrupción de Lucia Berlin constata que el canon del cuento norteamericano escrito por mujeres sigue construyéndose, también en EEUU. Y mucho más en España, donde esperamos aún que se traduzcan libros fundamentales como The Collected Stories de Deborah Eisenberg o, aún más grave, The New Yorker Stories de Ann Beattie. La tradición es inagotable.