Una heroína moderna
Perteneciente a la minoría de universitarias de la España de anteguerra, María Moliner reorientó su itinerario profesional para llevar a cabo una obra verdaderamente titánica
Su mente era lógica, sagaz e infatigable. Pero no excluía la intuición ni la subjetividad. “Ya de niña, cuando recibía sus lecciones de análisis en la Institución Libre de Enseñanza, ciertas cosas le daban tema para seguir pensando y recreándose en lo que, aunque entonces a ella no se le ocurría llamarlo así, constituye la lógica maravillosa del lenguaje”, evocó en una autobiografía que escribió en tercera persona para Carmen Conde en torno a 1969. Su Diccionario, del que dijo que era único en el mundo, es su retrato más íntimo. Y el más fiel, porque ella fue también única. Una mujer aparentemente normal llamada a realizar una obra titánica. María Juana Moliner Ruiz nació en Paniza (Zaragoza) el 30 de marzo de 1900. Inauguró un siglo en el que iba a ser sin pretenderlo una figura esencial. Hija de aragoneses, el padre, Enrique Moliner Sanz, era médico rural y la madre, Matilde Ruiz Lanaja, sabía leer y escribir. El padre dio por terminada su etapa en Paniza en marzo de 1902, y con su esposa, su hijo mayor, Enrique, y la pequeña María, recaló primero en Almazán (Soria) y luego en Madrid. En la capital nació la hermana menor, Matilde, y los niños acudieron a la Institución Libre de Enseñanza (ILE) en el Paseo del Obelisco (hoy del General Martínez Campos). Pero el padre se enroló en la Marina como médico de barco y tras el segundo viaje a Argentina no volvió: fundó allí otra familia. Su mente era lógica, sagaz e infatigable. Pero no excluía la intuición ni la subjetividad. Su Diccionario, del que dijo que era único en el mundo, es su retrato más íntimo. Y el más fiel, porque ella fue también únicaLa marcha del padre supuso para María Moliner, entonces con doce años, el fin de la infancia. Su hermano mayor aparece registrado como alumno de la ILE y Matilde hizo algún curso de Primaria. De María hay menos evidencias de que asistiera de modo regular, pero era bien recibida: el profesor José Giner Pantoja la incluyó en la lista de alumnos que fueron de excursión a La Granja, Cercedilla y Segovia del 31 de marzo al 2 de abril de 1912 y recibió clases de Lengua del veterano Pedro Blanco y de Américo Castro (que le corrigió una redacción). El señor Cossío, además, era su referente. La Moliner adolescente tenía un nuevo papel además de estudiar: apoyar a su madre, tomar las riendas, aun siendo la mediana. Estudiaba parte de las materias sola y daba clases particulares de Lengua y Latín. En la ILE no había bachillerato y los alumnos mayores se examinaban por libre en el Instituto Cardenal Cisneros. Así lo hicieron Enrique y María, ella de forma discontinua.
La madre decidió volver con sus hijos a Zaragoza para reducir gastos. Allí fue donde María Moliner terminó el bachillerato y se matriculó sin demora en Filosofía y Letras, rama de Historia (la única especialidad existente). Esos años trabajó en el EFA (Estudio de Filología de Aragón) para aportar dinero a casa y, al acabar la carrera, opositó al Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos. Pertenecía a la minoría de universitarias capaces de seguir un nuevo modelo de mujer. Su primer destino fue Simancas y más tarde, al no lograr una plaza en Madrid, optó a una vacante del Archivo de Hacienda en Murcia. En esta capital, además, fue profesora auxiliar en la Facultad de Filosofía y Letras. Y conocería al que sería su marido, el catedrático de Física Fernando Ramón Ferrando, con quien se casó en 1925. En Murcia nacieron sus hijos Enrique y Fernando, pero el matrimonio proyectaba irse a vivir a Valencia. Ambos solicitaron sus respectivos traslados y se instalaron en 1930 en la capital del Turia, donde nacieron sus hijos menores, Carmen y Pedro.
AÑOS DE PLENITUD
Moliner cosechó en la capital valenciana los primeros frutos de años de esfuerzo. Aunque tenía un puesto similar al de Murcia, en el Archivo de Hacienda, formaba parte de un grupo de matrimonios afines al ideario de la ILE que fundaron la Escuela Cossío. Aunque no era profesora del centro, Vicenta Cortés, antigua alumna, recuerda que alguna vez les dio clases de Latín y Lengua. Pero fue al crearse las Misiones Pedagógicas, en 1931, cuando Moliner encontró una causa en la que volcar su convicción de que la cultura era el camino más recto hacia el progreso. Como delegada de Misiones recorrió los pueblos de la periferia valenciana y, a pesar de las reticencias y la desgana de algunos ediles y maestros, organizó una red de 105 bibliotecas rurales conectadas con las públicas.
Fueron años de plenitud profesional. Pero la historia iba deprisa, y en una dirección opuesta a sus afanes. El golpe de 1936 rompió parte de sus sueños, pero le trajo más responsabilidades. El rector le encargó la dirección de la Biblioteca Universitaria de Valencia, cargo que englobaba a todas las públicas. La capital valenciana fue sede del Gobierno republicano durante la guerra y sus superiores descubrieron su capacidad organizativa: fue nombrada directora de la Oficina de Adquisición de Libros y Cambio Internacional. Ella se multiplicaba y para sus vecinos era la chica del jersey verde que repartía números en la cola de la panadería a fin de respetar el orden. Pero era también una pieza clave en la política bibliotecaria. Fue la autora del concienzudo Plan de organización de las Bibliotecas del Estado de 1937, conocido como el Plan Moliner.
Cuando las tropas franquistas entraron en Valencia el 29 de marzo de 1939, asumió que formaba parte del pasado. Abrió las ventanas de su casa, en la avenida del Marqués del Turia, y dijo a sus hijos que se asomaran, como otros vecinos, y que aplaudieran. A su marido le expulsaron de la cátedra y se hundió en el pesimismo. Ella fue degradada 18 puestos en el escalafón. Así que la funcionaria Moliner volvió a su antiguo puesto en el Archivo de Hacienda. Y se matriculó en una academia de inglés para airear la mente.
EL DESPLANTE DE LA RAE
Su marido recuperó su cátedra, primero en Murcia y luego en Salamanca, y Moliner se trasladó en 1946 a Madrid con sus hijos. Confinada en el exilio interior, pero con un destino de bibliotecaria en la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Industriales. Empezaba a germinar su etapa de lexicógrafa. “Estando yo solita una tarde…” evocaba para explicar ese instante en el que decidió, a los 51 años, abordar el Diccionario. Su marido residía entre semana en Salamanca y ella necesitaba hacer algo, no como funcionaria, sino como autora de una obra propia. Y poner fin a la melancolía “de las energías no aprovechadas”. Recordó que uno de sus libros de inglés tenía frases ya construidas y su hijo Fernando le trajo el Learner’s Dictionary, parecido al que pensaba hacer en español. Fue más lejos y acabó reconstruyendo las definiciones del DRAE, una tarea que le mantuvo quince años pegada a la mesa del comedor primero y luego a otra alargada donde desplegaba sus fichas y la Olivetti. En la casa había despacho, pero era de su marido. Él estaba en Salamanca pero ella no se planteó usarlo.
La mujer que caminaba como si en vez de andar “quisiera llegar”, según su hija, aceptó vivir en relativa penumbra esos años por un exceso de discreción. La misma discreción con que se condujo al ser propuesta para entrar en la RAE en 1972. Pero la RAE prefirió a Emilio Alarcos, un lingüista con futuro en una institución que cerraba la puerta a la autora de un Diccionario que a cualquier varón le hubiera valido un sillón. El desplante no mermó la seguridad en sí misma ni en su obra. Tampoco su aplomo. “Oigo”, decía a veces al descolgar el teléfono. Era perfeccionista, honesta, y también puntillosa. La desmemoria primero y la muerte, en 1981, pusieron fin a un proyecto de vida colosal.