Una voz para la gente
Periodista veloz, comprometido y de enorme talento, Vázquez Montalbán mezclaba en sus artículos sus conocimientos más raros, su cultura vastísima, con su urgencia de bajar a la calle
Que yo sepa, nunca ejerció como reportero de acción, aunque puede que, en ocasiones, hiciera entrevistas. En realidad, analizaba, articulaba, proponía. Era una voz para la gente, que se expresaba en artículos, columnas, y en esa otra clase de reportajes —de reflexión y de denuncia— que pergeñaba sumando sus inmensos conocimientos acerca de todo. Un cabezón.En una novela —Esperadme en el cielo— me dio por contar que la protagonista veía el interior de su cerebro: una explosión de luces, puertas, ventanas, caminos, escaleras, tuberías, más luces. Esa era mi impresión ante el enorme talento y la tremenda velocidad con que escribía Manuel Vázquez Montalbán, un hombre que no perdía el tiempo a la hora de comunicarse con sus lectores, con sus conciudadanos. Era una conciencia de izquierdas al servicio de la comunidad, alguien que venía de un tiempo de hambre y de un país de represión física e intelectual, y que sentía la urgencia de dar lo que tenía, para no parar de mejorar eso. Hasta su habilidad gastronómica, como gourmet y como cocinero, me parece que venían de esa conciencia de la escasez. Era magno en todo, porque sabía lo fácil que resulta, para los pueblos y para las personas, ser engullidos por la oscuridad.
Puede algún mediocre lingüista de pretensiones equidistantes, al servicio de garrulas publicaciones neocon deudoras del centralismo oficial, tildar ahora sus artículos de “demasiado temporales”, negándoles categoría y dejando caer, de paso, que era demasiado marxista para ser grande. El otro día leí a un sinsustancia que decía que no llegaba a la altura de Paco Umbral. Una cosa es cierta: su entierro fue multitudinario, porque en él no estaban solo los cortesanos de turno, sino sobre todo la gente, sus lectores, sus contemporáneos. Sus infinitos seguidores, que le leían no solo por el nexo común del izquierdismo, sino por su inquebrantable fidelidad a sus principios. De algo podías estar seguro: Manolo, que a ratos volaba tan alto en universidades y entre colegas internacionales, se ponía como periodista al servicio de sus conciudadanos. No para contarles lo que deseaban escuchar, sino para recordarles lo que no podían olvidar. Mezclaba en sus artículos sus conocimientos más raros, su cultura vastísima, con su urgencia de bajar a la calle a jugar a las canicas con sus frases, en pantalón corto. Sus seguidores, entre los que me cuento, le echamos a faltar en estos tiempos sórdidos y de futuro incierto —o quizá demasiado cierto, si no nos movemos—, pues presagian una sordidez todavía mayor. Necesitamos como nunca su memoria, que es la nuestra, y de la que escribió:
El terror paraliza la memoria, pero no la destruye.
Y con el tiempo se descubre que no hay otra victoria que la de la memoria,
compensación melancólica al fracaso inevitable del deseo
El poeta, íntimamente infiltrado en la piel del articulista, dejaba caer asociaciones como verdades que aliviaban la soledad del lector y le pertrechaban contra la melancolía estéril. Estamos juntos, decía Manolo en cada artículo. Y, ciertamente, le escuché pronunciar, en más de una ocasión, una frase cabreada pero no vencida: “Los columnistas no cambiamos el mundo, acompañamos a quienes nos leen”.
Pero dejad que os hable del Manolo mío, del periodista a quien yo conocí. Ello ocurrió mucho después de que ya le leyera como leen los jóvenes a quienes, gente más sabia, les abren caminos y les despejan horizontes, en tiempos de grisura infinita. Leía a Manuel Vázquez Montalbán, en mis verdes años, con la ilusión de una chiquilla de barrio que mama de un manantial que ha crecido cercano, y con el deslumbramiento de alguien que descubre la inteligencia ajena como un bien propio, algo que se le da graciosamente mientras el resto de su mundo se la niega. Le leía como leen los pobres que pretenden ilustrarse. Con necesidad.
Le leía en Triunfo y en Tele/eXprés, en la revista El Mueble y en cualquier otra publicación en la que Manolo arrojara generosamente su talento, con diversos seudónimos, y a tanto la pieza. Convirtió el freelancismo en una tontería, una ingenua iniciación, digamos, comparada con su don de estar siempre escribiendo y publicando.
Era una conciencia de izquierdas al servicio de la comunidad, alguien que venía de un tiempo de hambre y de un país de represión física e intelectual, y que sentía la urgencia de dar lo que tenía, para no parar de mejorar esoCuando he dicho grisura me estoy refiriendo a un bloque de ceniza que, pese a todo su peso, sabíamos que se resquebrajaba. Lo sabíamos por gente como Manolo, precisamente. Algo que recuerdo con nitidez es su seguimiento de la política internacional, a través de sus artículos diarios en Tele/eXprés, un diario barcelonés vespertino que era la Biblia para muchos de nosotros, pues aunaba alegría. Era imposible leer a los colaboradores de Tele/eXprés sin sentir que era posible mejorar el mundo, y era absolutamente improbable no darse cuenta de que quienes escribían, Manolo entre ellos, eran también nosotros. Es decir, aquellos que deseábamos el derrumbamiento del régimen. La grisura, por opresiva que fuera, tendía a la claridad, aunque de repente cayeran sobre nosotros nubarrones muy negros. Los artículos de Manolo sobre política internacional tenían la virtud de desvelar el otro lado de la mentira o de la media verdad, o de la media mentira. Avezados como éramos, los lectores, en adivinar entre líneas, pronto encontrábamos la clave, el grano de pimienta, la repentina sustancia que nos plantaba ante otra realidad, la nuestra, de la que no se podía hablar claramente.
Un escrito tras otro y, a menudo, muchos a la vez, Vázquez Montalbán mostraba el imbricado juego de la actualidad, lo desmontaba, ponía en evidencia sus debilidades, y a continuación lo volvía a montar, para que localizáramos las mellas, los chirridos, los engaños.
No tenía nada que ver —salvo la pervivencia de los herederos del franquismo— aquel tiempo durante el cual le conocí como lectora, con lo que ahora tenemos. Esto es un agobio de mediocridad, inoperancia y mentira que parece reproducirse a sí mismo sin remedio. Qué bien lo habría descrito en sus artículos, de haber vivido. Si por algo se echa muy en falta al Vázquez Montalbán periodista —al poeta, al novelista, al ensayista lo tenemos ahí, en la estantería— es por lo fundamental: el día a día, el lunes a lunes. La compañía, según sus palabras, que ayudaba a alumbrar, y a buscar salidas del asqueroso atasco.
Entre el encuentro como lectora y la pérdida de su figura se produjo, para mí, una racha feliz de amistad que duró muchos años. Primero se convirtió en mi jefe.
Fue en el año 74 del pasado siglo, en un ascensor, como ya he contado muchas veces. En aquella ciudad pequeña pero ya muy suelta de cuerpo que era la Barcelona del último, aunque letal franquismo, existía un reducto que unía el periodismo clásico con el nuevo periodismo que empezaba a ejercerse, la seriedad con el humor. Era un edificio de la calle Tallers, una travesía de las Ramblas, en cuyas plantas se daban cita diversas publicaciones. Entre otras, Fotogramas. A su redacción me dirigía yo —posiblemente después de entregar mi colaboración en El Papus, situado en un bloque cercano—, cuando al ascensor ingresó Manuel Vázquez Montalbán, dirigiéndome una tímida mirada clara. Él iba a Tele/eXprés. Durante el trayecto me propuso trasladar mi humor a una revista de lanzamiento inminente, Por Favor, en cuyo equipo figuraban personajes como él mismo, Forges, Jaume Perich y Juan Marsé. Su propuesta fluyó labialmente con soltura, pero su expresión física era intimidada. Yo debía de ir vestida de hippy o algo así, con un collar de cencerros y un escote espectacular. Sin embargo, al maestro le gustaba mi estilo.
Siempre que me deprimo pienso en ello. Que, una vez, a Manuel Vázquez Montalbán, el leal y firme periodista, yo le gusté como escritora. Por atroz que me resulte su ausencia, y por mucho que me llenen de lágrimas las personas que, a menudo, se me acercan para contarme que lo añoran, eso siempre estará ahí. Junto con lo que aprendí en aquella redacción de Por Favor desde la que empujábamos, con sátira y mala leche, para que cambiaran las cosas.