Vida e historia de la RAE
Era necesaria una monografía que permitiera ver lo que significó el nacimiento de la institución y cómo fue evolucionando en el devenir político, social y cultural de España
Decía Juan Pablo Forner que en el siglo XVIII se había desatado en Europa una pugna internacional por ver quién tenía la primacía de la cultura. Recién fallecido el rey Carlos II, don Juan Manuel Fernández Pacheco, octavo marqués de Villena, decidido partidario de la Casa de Borbón, escribía a Luis XIV explicando que el estado del reino de España “era el más lastimoso del mundo […] el pueblo oprimido, las fuerzas enervadas, el amor y el respeto al soberano perdidos”. Por consejo del marqués se reunieron en San Jerónimo el Real de Madrid las Cortes generales, que juraron fidelidad a Felipe V. El monarca le premió nombrándole virrey de Sicilia y, enseguida, de Nápoles. Allí vivió seis años culturalmente enriquecedores: aumentó su formidable biblioteca y frecuentó las Academias. Todo se truncó cuando las tropas imperiales invadieron los dominios españoles y lo hicieron prisionero.Volvió a España derrotado y el rey quiso premiarle con el arzobispado de Toledo, que rehusó. Lo hizo poco después su Mayordomo Mayor, dispensándolo de todas las obligaciones. Villena solo alentaba un propósito decidido: reivindicar la tradición culta española y trabajar por recuperar su nivel. En el último cuarto del siglo XVII habían comenzado a extenderse en España algunos círculos minoritarios intelectuales abiertos a Europa y decididos a dar la espalda a la filosofía aristotélica que aherrojaba cualquier dinamismo social. Se incorporaban avances en la ciencia experimental, se adoptaba un método crítico en la interpretación de textos y en la metodología histórica, y una “nueva mirada” se abría camino en los campos del saber y de la creación. Los llamaban con espíritu despectivo novatores, y eso eran en efecto: renovadores.
A mediados del siglo XVIII la Academia se incardinaba en las tareas de la Ilustración y fijaba “la utilidad” como norma de su actuación: se trataba de formar las mentes de los jóvenes para hacer de ellos buenos ciudadanosLa cultura se había refugiado por entonces en las tertulias de los salones nobiliarios o de personas de gran prestigio intelectual como Campomanes. El marqués de Villena había frecuentado la del duque de Montellano —en la que, según informe inquisitorial, circulaban libros prohibidos— y pensó en organizar una en su palacio madrileño de la Plaza de las Descalzas, donde tenía su gran biblioteca y su colección de instrumentos científicos. Convocó a ella a cuatro eclesiásticos, intelectuales destacados de distintas órdenes, con predominio de jesuitas profesores del famoso Colegio Imperial, y a tres personalidades de la Corte. A lo largo de los años 1711 y 1712 hablaron de omne re scibili desde la perspectiva de España y, enlazando con el humanismo nebrisense, venían todos a convenir en que la clave de toda mejora nacional estaba en las letras, y básicamente en la lengua. ¿Cómo era posible —se decían— que España que, con el Tesoro de Covarrubias, se había adelantado a toda Europa, careciera de un diccionario como el que, a la altura de comienzos del siglo XVIII, tenían todas las naciones europeas?Descartando, pues, la idea originaria de crear una Academia general de ciencias y artes —propósito que retornará una y otra vez a lo largo del siglo—, decidieron promover, según el modelo de la Academia italiana de la Crusca y sobre la pauta de la Francesa, una Academia de la lengua, que, por ser la primera constituida en España bajo el patrocinio regio, llevaría el nombre de Española. Llamaron a ella a otros tres miembros fundadores, y el 3 de Agosto de 1713 se firmó la primera acta de sesión, aunque la sanción regia de Felipe V no llegaría hasta el 3 de octubre de 1714 y los Estatutos se fijarán en 1715.
Sobre las obras de la Real Academia Española, desde el primer Diccionario que llamaron de Autoridades (1726-1739) hasta la última edición de la Ortografía (2010), se ha escrito mucho. Alonso Zamora publicó en 1999 una extensa y detalladísima historia de las cuarenta y seis sillas académicas —24 mayúsculas y 22 minúsculas— con la biografía de cada uno de sus ocupantes y algún apunte sobre su particular dedicación académica. A ello añadía secciones con la historia de las sedes, de los estatutos, reglamentos, etc. Fue un trabajo fundamental y fuente copiosísima básica para otros estudios. Pero se echaba en falta una historia secuencial que permitiera ver —y ese es el objetivo de mi libro— lo que significó el nacimiento de la Academia y cómo fue evolucionando la Institución en el devenir político, social y cultural de España, no como algo marginal sino estrechamente vinculado a él. Todo ello, a contrapunto del desarrollo de su doctrina lingüística, del reconocimiento de su autoridad y, por ende, de su actividad normativa.
Comenzando por la etapa fundacional, las recientes aportaciones históricas sobre los novatores proyectan nueva luz sobre la aventura del marqués de Villena y sus once cofundadores, el porqué de las reticencias y obstáculos del Consejo de Castilla o la primera, inmediata polémica promovida, so capa de interés lingüístico, por el erudito Salazar y Castro. De la auténtica gesta que supuso la construcción de Autoridades, el mejor diccionario europeo de su época, sabemos mucho gracias a la crónica general externa de F. Lázaro Carreter y otros estudios monográficos aquí utilizados nos hacen valorar mucho más lo que aquellos hombres, que no eran lexicógrafos, pero sí con buena formación humanística bastantes de ellos, lograron hacer aprovechando cuanto de bueno se había hecho en Europa en ese campo y avanzando de manera paralela en otros.
Con la muerte del cuarto director Villena se cerró una primera etapa que podríamos calificar de dinástica: todo llevaba el sello del fundador. Una maniobra interna de Luzán operó un cambio de rumbo en 1751 haciendo académico y director el mismo día a Carvajal y Lancaster, ministro de Estado. Con él, con el duque de Alba, con el marqués de Santa Cruz y su hermano eclesiástico, se incardinaba la Real Academia Española en las tareas de la Ilustración y fijaba “la utilidad” como norma de su actuación. Buena prueba de ello fue la larga y fecunda serie de estudios sobre la Gramática académica. No faltaban en la Corporación académicos que pudieran hacer una gramática rigurosamente científica en la línea de la racionalista de Port-Royal o de la comparada. Prevaleció, sin embargo, el criterio de utilidad; se trataba de formar las mentes de los jóvenes para hacer de ellos buenos ciudadanos.
De manera paralela, un sector principal de la Academia impulsaba la desvinculación social del conservadurismo eclesiástico. Tuvo ese parte decisiva en la expulsión de los jesuitas y la célula del jansenismo español —Jovellanos y el obispo Tavira sobre todo— ejerció decisiva influencia en la pugna contra las regalías. Se ha venido calificando la primera mitad del siglo XIX como los años oscuros de la Academia. Fue funesto el periodo de Fernando VII, pero, salvo un par de años durante la francesada, no se interrumpió la continuidad de las sesiones y resulta conmovedor ver sucederse los plenos en los que un grupito de miembros siguen debatiendo semana a semana las papeletas del Diccionario. Las cosas cambian radicalmente con Isabel II y gracias al marqués de Molins, amigo y confidente de Larra, al que con toda justicia puede considerarse refundador de la Academia. El proyecto era de lo más ambicioso, y absoluto el deseo de conectar la Academia con la sociedad.
Los esporádicos conatos americanos de independencia lingüística fueron acallados por la autoridad intelectual y política de Andrés Bello, a quien la RAE había nombrado “académico honorario” y haría poco después “correspondiente”. Haciendo suya la iniciativa de un grupo de literatos colombianos, impulsó la Española el nacimiento de academias correspondientes en las jóvenes repúblicas. Fue, sin duda, el mayor servicio prestado a la causa de la unidad de la lengua. Así se puso de relieve en la solemnísima inauguración, en 1894, de la nueva sede académica. En la última parte del siglo XIX incorporó la Academia a tantos políticos destacados que se hacía broma con los finales de las sesiones y el comienzo del Consejo de Ministros. El ingreso de Menéndez Pidal a comienzos del siglo XX y su posterior acceso a la dirección abrieron el camino a proyectos lingüísticos de gran alcance.
Superadas las tentativas intervencionistas de Primo de Rivera, la Academia, que cuidó siempre su pluralidad ideológica y defendió su autonomía, tuvo que afrontar los días difíciles de la Guerra Civil, con académicos situados en uno y otro bando. Al final de la contienda, el Gobierno de Franco decretó la expulsión de la Corporación de los republicanos en el exilio. La Real Academia Española hizo caso omiso de la orden y mantuvo la relación con todos ellos. El ingreso de Salvador de Madariaga en 1977 pasó la página de la Guerra Civil.
Los esporádicos conatos americanos de independencia lingüística fueron acallados por el nacimiento de academias correspondientes en las jóvenes repúblicas. Fue el mayor servicio prestado a la causa de la unidad de la lenguaEn 1951, por iniciativa del presidente de México se creó la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE). No pudo asistir la Española por prohibición gubernativa, pero en el II Congreso celebrado en Madrid en 1956 dio voz Dámaso Alonso a una convicción general: las Academias deberían centrar su trabajo en el servicio a la promoción y defensa de la unidad de la lengua. La concreción de tan formidable proyecto fue lenta. En 1993 una reforma de los Estatutos promovida por el entonces director Fernando Lázaro Carreter fijó en su Artículo I la unidad como objetivo supremo.Se abría el camino a la creación y desarrollo de una Política lingüística panhispánica, que, tal como relato en la Crónica que cierra mi obra, impulsada por S. M. el Rey Juan Carlos I, fue protagonizada por las veinte Academias de la Lengua Española. Juntas, en pie de igualdad, consensuaron y construyeron todas ellas una Nueva gramática de la lengua española total, una nueva Ortografía, al tiempo que enriquecieron los americanismos del Diccionario. Fortalecían de ese modo la unidad de la lengua que forja la comunidad de naciones hispánicas.
Víctor García de la Concha es director honorario de la RAE y autor de La Real Academia Española. Vida e historia (Madrid, Espasa, 2014).